Columna de Ascanio Cavallo: Lo mal que me caes
El Presidente Boric no desea aparecer en ninguna foto más con Javier Milei. Desde que supo esto, el Presidente Milei se propuso no aparecer en ninguna foto con Gabriel Boric. Boric considera a Milei un peligroso fanático del neoliberalismo que se prepara para crear un eje en el Cono Sur con Donald Trump. Milei considera a Boric como un peligroso caballo de Troya del comunismo en la región. A Boric le interesa América Latina, pero ha sido poco cuidadoso con los vecinos. A Milei no le interesa una América Latina que deba compartir con Maduro y Petro. En la reunión del G20 en Río de Janeiro, el 18 y 19 de noviembre, Milei defendió el papel del sector privado y denunció la incapacidad del Estado para crear riqueza. Boric defendió el papel del Estado y dijo que el neoliberalismo sólo ha creado pobreza en Chile.
No es que sólo discrepen. En realidad, Boric y Milei no se pueden ver. En agosto, Milei visitó Chile para participar en la actividad de una empresa privada y Boric no lo recibió ni fue a saludarlo. La Moneda estimó que, tratándose de una visita privada, era impropio realizar cualquier actividad oficial, una tinterillada que no tiene cabida alguna cuando se trata de gobernantes de países amigos. Pero estos no lo son. Otra cosa es que los países lo sean.
Es un poco escolar reducir las relaciones bilaterales a un asunto de amistad, pero no más que las tesis sobre Estado y sector privado desplegadas en Río de Janeiro. El caso es que ni una ni otra cosa impidieron que Boric y Milei se tomaran la revancha (¿de qué?) con el 40º aniversario del Tratado de Paz y Amistad que puso fin a la hostilidad entre Chile y Argentina, vecinos recíprocamente prioritarios, aunque sólo sea por la extensión de sus fronteras.
En la madrugada del 22 de diciembre de 1978, el régimen militar argentino activó su plan de inicio de hostilidades -la Operación Soberanía-, que contemplaba la ocupación del canal Beagle, las tres islas en disputa y parte del Estrecho de Magallanes, además de ataques combinados en las zonas sur y centro de Chile. Miles de conscriptos chilenos esperaban ese momento en trincheras y buques, con perfecta conciencia de que se perderían vidas en forma masiva y durante mucho tiempo. “Esta guerra va a durar cien años”, le dijo Pinochet a un almirante argentino.
Nadie que haya vivido desde Aysén al sur ignora los meses de tensión y angustia que pasaron sus familias a lo largo de todo ese peligroso año. Nadie que haya vivido en Buenos Aires por 50 años o más puede olvidar los oscurecimientos y las alarmas antiaéreas en la capital, además de los miles de sacos mortuorios que se enviaban en los trenes al sur. En la madrugada fatídica, cuando la catástrofe se estaba precipitando, un llamado del Vaticano congeló el inicio de la guerra y enfiló las relaciones bilaterales por una negociación mediada que se inició sólo unos días después.
En los años sucesivos, la dictadura argentina se desplomó y un gobierno civil asumió el mando. La de Chile continuó, pero desde 1983 comenzó a ser asediada por las protestas internas. A pesar de la asimetría entre los dos regímenes, el Papa Juan Pablo II consiguió acercar las posiciones hasta llegar al tratado que se firmó en noviembre de 1984.
Esto es lo que se conmemoraba el lunes pasado en la Sala Regia del Vaticano. Pero después de agosto, el gobierno argentino notificó a la Santa Sede que Milei no asistiría, como tampoco el canciller Gerardo Wertheim, que fue el encargado de explicar que estas ausencias se debían a los desencuentros de Milei y Boric en Río. Excusa mal cuadrada, porque la decisión se conocía en Roma desde semanas antes.
El Presidente chileno tampoco asistió. La delegación, que bien puede calificarse de alto nivel desde el punto de vista diplomático, fue encabezada por el canciller Van Klaveren. La de Argentina fue del más bajo nivel posible: sólo los dos embajadores residentes en Roma, además del presidente de la empresa de Correos, que lanzaba un sello conmemorativo.
A ninguno de los dos presidentes parece haberles importado mucho que sus ausencias entrañaran un cierto desaire hacia el anfitrión, el Papa Francisco. Boric encabeza una coalición que no tiene ninguna simpatía por la Iglesia, y Milei no tiene ninguna simpatía por el Papa. En el Cono Sur, la influencia de Francisco pesa como una pluma.
La conmemoración desescalada adquirió su tono sarcástico final el viernes, cuando se encontraron en las aguas chilenas del Beagle y en la ciudad argentina de Ushuaia las armadas de ambos países para celebrar la paz. Precisamente las fuerzas que en 1978 estaban más decididas a entrar en guerra.
Es extraño, anacrónico, feudal, que dos presidentes utilicen sus facultades eminentes sobre la política exterior para expresar sus sentimientos y veleidades personales. Y peor para hacerle saber a otro lo mal que le cae. Los gobernantes son seres humanos y pueden albergar estas broncas viscerales, pero para eso se inventó la diplomacia: para evitar que esos sentimientos afecten las relaciones entre los pueblos. El mandato de la diplomacia cabe en una palabra: aguanta.
Los diplomáticos chilenos aseguran que no existe ningún indicio de que el gobierno argentino quiera desahuciar el tratado; menos el chileno. Estas eran excelentes razones para que dos gobiernos de signos opuestos aprovechasen la oportunidad para mostrarle a un mundo trabado en guerras muy peligrosas que, aun en el borde del precipicio, siempre es posible la paz. La dejaron pasar