Columna de Francisca Vial: La cultura chilena v/s el cambio cultural que nos impone la Ley Karin

La cultura chilena v/s el cambio cultural que nos impone la Ley Karin
La cultura chilena v/s el cambio cultural que nos impone la Ley Karin. Foto: Andrés Pérez


Parte de la gracia de ser chileno, de ser latino, es esa sangre caliente que nos corre por las venas y que nos hace ser familiares, amistosos, entretenidos, y con una gran “chispeza” que nos caracteriza—¡y por qué no decirlo!, nos identifica como pueblo.

Pero, como bien sabe cualquier buen chileno, así como tenemos luz, también tenemos sombras... ¡Y qué sombras nos revela la Ley Karin!

De esa misma chispeza nacen esos apodos creativos que nos inventamos, como el clásico “guatón cabeza de melón”, “flaco e’ alambre”, o “cuchuflí sin relleno”. Y ni hablar de los “angelitos que cayeron del cielo”, que suelen recibir sobrenombres menos angelicales en la oficina. ¡Porque somos así, po’! ¿Y quién no tuvo uno de estos sobrenombres en el colegio? Hasta yo tuve uno -y entre nosotros, no era pa la risa-. A veces exageramos el “buena onda”, sin pensar que nuestro compañero(a) de oficina quizás no está tan feliz con el apodo de “Care Frutilla”.

Y claro, somos apasionados. Esa pasión puede aparecer en un buen amante o... en ese compañero(a) que le lanza hasta “zamba canuta” al que no le cuadró bien el Excel. El chisme corre más rápido que un rumor en día de pago, y los “cahuines” son el plato fuerte del día. La mesa de almuerzo se convierte en el ring donde el/la “boca de sapo” se encuentra con el/la “boca de hipopótamo” para intercambiar información confidencial, como si fuera el secreto mejor guardado del universo. Todo esto, por supuesto, coronado con la frase sagrada: “pero no le cuentes a nadie”, que en realidad es el pase libre que necesita la “voz de Chile” para exportar el rumor, directo desde la oficina hacia América y el mundo.

¡Dios! Cómo se necesitaba el cambio...

Se escucharon las plegarias, y llegó la OIT con su Convenio 190, que fue el gran cachuchazo para bajarnos las revoluciones. Y ahora, la Ley Karin está aquí para recordarnos que, en el trabajo, la cosa es seria. Para los noruegos, acostumbrados a respetar el metro cuadrado del vecino, esto puede ser pan comido, pero para nosotros, ¡esto es una deconstrucción completa!

No más sobrenombres graciosos en la pega... porque ya no son tan graciosos, parece. Ese “minuto de la verdad” en el happy hour, después de la octava piscola, quizás no es tan buena idea. Y el “cahuín” del lío de faldas o pantalones entre compañeros de trabajo, ¡fueeera! Ya no es de nuestra incumbencia -Nunca lo fue...pero bueno-.

Un ejemplo clásico de esta transformación: al chileno le encanta el chisme de pasillo. Somos como el sándwich de palta: lo apretas un poquito y se chorrea por todos lados. Nos fascina estar en el medio, saberlo todo. Pero con la Ley Karin, las empresas están obligadas a mantener la confidencialidad en los procesos de investigación. Y ahí tenemos a nuestros testigos, con la lengua que les pica por contar “la firme” en el almuerzo, pero con la cruz de la confidencialidad sobre los hombros. ¡Es casi antinatural para nosotros no compartirlo!

Así que, querámoslo o no, la Ley Karin nos impone un cambio cultural. ¿Difícil? ¡Por supuesto! Nos están pidiendo que guardemos el cahuín en el bolsillo, que dejemos los apodos de lado y que miremos al colega sin pensar en el “palo” que le podemos tirar. Pero si los noruegos pueden, nosotros también. Porque si hay algo que caracteriza al chileno es que, por más que nos quieran meter en el molde... siempre encontramos la manera de darle nuestra chispeza. ¡Y ojo! Ni la Ley Karin puede tocar nuestra alma indomable, que se resiste a ser silenciada, pero ahora, es con respeto la cosa.

Por Francisca Vial, abogada, directora área laboral de Eyzaguirre y Cía.