Columna de Héctor Soto: Pequeña película, grandioso escritor

Antonia Zegers en El castigo.


UNA PROEZA. El nuevo largometraje de Matías Bize es un mano a mano con la restricción. En un cierto sentido, es un trabajo de una radicalidad extrema porque la cinta cuenta la historia de la desaparición de un niño de siete años luego que sus padres lo abandonan por un rato -para “que aprenda”- al borde de un camino boscoso con miras a darle una lección luego del berrinche que el chico ha protagonizado en el auto en que viajaban. Las cosas se complican porque, cuando vuelven a buscarlo, el niño no está. Eso es todo. Vaya desafío. Hagan una película con eso, consigan que esta historia se sostenga por más de 80 minutos, logren que los espectadores no se vayan y ah, se me olvidaba, fílmenla por favor en un solo plano, sin corte alguno entremedio. ¿Es chiste? En absoluto y lo notable es que el realizador sale airoso de la experiencia. Más allá de su obvia dimensión de proeza física, narrativa y emocional, El castigo es una prueba contundente de varias cosas. Por ejemplo, que a Bize se le dan bien las películas chicas. Lo hizo bien en Sábado, que fue su debut; le funcionó luego en En la cama; acertó medio a medio con La vida de los peces, notable acercamiento a un viejo desencuentro amoroso, y aunque trastabilló un poco en Lo bueno de llorar y La memoria del agua, filmó ambas sin renunciar en absoluto a su mundo -el de la pareja- y a su tema prioritario, el asunto de los hijos. Ahora con El castigo vuelve a lo mismo y vuelve a convencer. Su trabajo a lo mejor no es perfecto. Sin embargo, hay aquí, en materia de construcción de personajes -sobre todo el de la madre, con una soberbia interpretación de Antonia Zegers-, en materia de puesta en escena, de tensión dramática y, sobre todo, de una progresiva, sutil y finísima conexión emocional con los personajes, más trabajo y mayor densidad moral que a lo mejor en diez películas chilenas juntas. Es verdad que hacia el final el espectador siente que algunos de los diálogos son demasiado perfectos para que los personajes los digan en las desesperadas circunstancias que están viviendo. A lo mejor sobran palabras y faltan colapsos y silencios. Pero también la cinta tiene que funcionar ante audiencias acostumbradas a una cuota muy superior de “drama” del que este relato les ha dado hasta ese momento. Y esos parlamentos, por cierto, “aclaran”, por así decirlo. Como quiera que sea, el resultado final no solo es impresionante. También es conmovedor.

COLOSAL. Sociable, ingenioso, inquieto, disidente profesional, paradójico, sufrido en cuestiones sentimentales, deslenguado, inagotable y muy veloz para escribir, Stendhal, que nació llamándose Henri Beyle, ha sido por décadas una especie de santo patrono de los escritores inspirados, poco pretenciosos y geniales. Prosper Mérimée, gran amigo suyo a pesar de ser 20 años menor y de no haberlo tomado nunca muy en serio como novelista, decía que era el prototipo del escritor descuidado. Escribía a la velocidad del rayo y aunque obviamente corregía sus originales, rara vez modificaba aspectos sustanciales de estilo. La impresión que daba, según Mérimée, es que la forma no estaba entre sus prioridades. Dice que “incluso sentía desprecio por el estilo y pretendía que un autor había alcanzado la perfección cuando la gente se acordaba de sus ideas sin poder recordar una de sus frases”. Y agrega Mérimée: “Lleno de odio por todo lo rebuscado y pretencioso, era despiadado con los escritores que se dedican a unir palabras que sorprende ver juntas, a pulir sus períodos, a dar a los pensamientos más triviales un giro extravagante que cause efecto”. Por supuesto hay que tomar con reservas esta aversión suya, no solo porque forma y fondo son indisociables, sino, además, porque el tiempo terminó demostrando que su prosa es una de las mejores de su época, no obstante que Victor Hugo consideraba “que nunca tuvo la menor idea de escribir” y que Flaubert, que había encontrado sublime La cartuja de Parma, opinara que el punto flaco del libro, bueno, era el estilo. Es de no creerlo. El propio Mérimée, al recordar su larga amistad con Stendhal, se creía dueño de un prestigio literario muy superior al de su amigo, en circunstancias que actualmente su nombre está muy desvanecido y sobrevive, con bastante esfuerzo, claro, por el libreto de la ópera Carmen, de Georges Bizet, que se basó en una novela suya. Stendhal, en cambio, el autor de La cartuja… y Rojo y negro desde luego, aunque también de varios libros de arte, de viajes, de historia y de crónicas muchas veces pirateadas que él complementaba o enriquecía con observaciones personales y sagaces, terminó adquiriendo una estatura colosal como escritor a secas y como pionero de la novela realista francesa. Pocos autores hay tan perceptivos. De partida, como lo señala Simón Leys en un librito encantador dedicado al escritor (Con Stendhal, Acantilado, 2012), adelantándose a los tiempos, es de los primeros que consideró que el amor podía ser una enfermedad. Una enfermedad muy francesa, a lo mejor, como Proust lo probaría más tarde con un ojo clínico admirable. Su tratado Sobre el amor se iba a titular originalmente, para que nadie se llamara a confusiones, Del amor y de las diferentes fases de esta enfermedad. Tenía muchas otras genialidades. En principio se oponía a toda convención, por arraigada que estuviera. Le tenía sin cuidado que por defender la música italiana y subestimar la francesa lo consideraran antipatriota. Dividía el mundo entre dos tipos de gentes: aquellos con que se divertía y aquellos con que se aburría. Punto. Mérimée va más lejos y dice que su intolerancia a los tontos tenía que ver, más que con la altanería, con la sensación de estar perdiendo el tiempo. Enfrentaba, eso sí, un problema porque, según su amigo, nunca supo distinguir claramente a un malvado de un pesado, lo cual es una distorsión que puede ser fuente de muchos contratiempos. Es cierto que en un cóctel el antipático o el latero pueden ser personajes de terror. Pero no todo puede medirse en términos de pura entretención. En el fondo, muy en el fondo, Stendhal lo tenía claro y desmarcándose por completo de un hedonismo simplón en cuestiones artísticas, rechazando de plano la tiranía del gusto como medida de valor, consideraba que tanto el ojo en la pintura, el oído en la música y el sentido de la palabra en la literatura tenían que pulirse, educarse y dosificarse con paciencia, disciplina y tenacidad. Aunque sin perder de vista lo importante: que la vida es demasiado corta y que el tiempo perdido en el bostezo no se recupera nunca más.

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