Columna de Joaquín Trujillo: Ideópatas e idealistas

Nueve estaciones del tren subterráneo quedaron completamente destruidas por las llamas. Vecinos realizaron labores de limpieza en el acceso San Pablo.


Vivir en la estulticia no sale gratis. Al principio suponemos que es la manera cómoda de permanecer en el mundo. ¿Para qué agregar a las dificultades reales de la vida, las imaginarias de la mente, esas que traen consigo los llamados “ideales”? Hay demasiadas piedras con las cuales tropezar como para meterse una dentro del zapato.

Se critica a los políticos que vivan esclavos de sus ideologías, que sean incapaces de reconocer los aprietos cotidianos de la gente, que antepongan la implantación de sus fantasías ideópatas a las urgencias microeconómicas. No se entiende cómo es posible que, con todo el dinero que se recauda en impuestos, haya cuestiones de primer orden para las que las soluciones llegan tarde si es que nunca.

La crítica es muy pertinente, pero ¿no es acaso injusta? Es cierto que la fantasía política impide ver la realidad. La cosa, sin embargo, no termina ahí. ¿Qué se hace, en el largo plazo, con esa realidad? Porque, ciertamente, una vereda rota durante meses, en un país que perfectamente pudiera repararla, es un escándalo y es un síntoma de una profunda decadencia moral no solo de la clase política sino también de la ciudadanía.

Hace algunos años apareció en la televisión una señora que en Valparaíso se había aburrido de presenciar las condiciones deplorables en que se hallaba la cuadra del cerro en la que vivía. La señora decidió arreglar ella misma, con sus propias manos, cada centímetro cuadrado de aquel lugar. ¿El resultado? Se transformó en uno de los más bellos de Valparaíso. ¿Qué sucedió con ese esfuerzo? No tengo la menor idea. El caso es que, al menos por un tiempo, esa señora, nada más a costa suya, dio una lección a todos los vecinos que ya ni se quejaban y que empezaron a ayudarla. Por supuesto, también a los burócratas en teoría encargados.

La mañana del 20 de octubre de 2019, una anciana con escoba en mano barría las inmediaciones de una estación de metro incinerada la noche anterior. Consultada, declaró que no podía ser que eso tan valioso quedara destruido. Con sus escasos implementos, aquella vieja dama hacía por los espacios comunes mucho más de lo que otros hacen provistos de instrumentos verdaderamente idóneos.

No digo que estos buenos ejemplos sean una solución óptima, pero sí que los ideales, que por definición son siempre un poco ingenuos, son fundamentales para que no quedemos reducidos a bestias. Y sí, hay quienes los ocupan, a manera de analgésicos, para desinflamar la mala conciencia, cargando la responsabilidad al resto. Las personas que, pese a sus carencias, hacen lo posible por los espacios comunes pertenecen de alguna forma a aquella arcaica aristocracia idealista, esa que existencialmente se realizaba más fuera que dentro de sus casas, haciendo de lo público algo tan sagrado que pocos se atrevían a vejarlo. Es la diferencia entre ideópatas e idealistas: la idea que exige la virtud en los otros versus la idea que se la autoexige, confiando en que, a la larga, ellos imitarán el ejemplo.

Por Joaquín Trujillo, investigador CEP

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