Constitución, disenso y democracia


Por María de los Ángeles Fernández, doctora en Ciencia Política

El simbolismo y la emotividad que rodearon el traspaso presidencial, unidos al entusiasmo que genera la juventud de Gabriel Boric, contrastan con el clima de opinión pública generado por el trabajo de la Convención Constitucional. Por ahora, parece estar zanjada la decisión de dejar atrás la visión unitaria del Estado para pasar a un “estado regional, plurinacional y multicultural”. A ello se sumaría el establecimiento del llamado “pluralismo jurídico” a partir del reconocimiento del sistema que tendrían los pueblos indígenas.

Lo hasta ahora conocido entrega algunas pistas para imaginar el texto que alumbrará ese nuevo Chile. Podrá ser la primera Carta Magna woke del mundo, sí, pero lejana al objetivo de constituir una “casa para todos”: la más reciente encuesta arroja que, mientras 52% de los chilenos le brinda su apoyo, 48% la ve con poca o ninguna confianza. Por otro lado, 47% la estaría aprobando frente a 32% que la rechazaría. Mientras tanto, 21% no sabe o no responde.

Por ello, no es de extrañar que hayan emergido voces desde la sociedad civil advirtiendo que una relación entre muchos derechos y anémicas libertades fisura el estado de derecho. Además, se alejaría de los consensos básicos que ayudarían a recuperar confianzas en una sociedad eviscerada tras el estallido. Bien lo sabe el propio Boric quien, más allá de un posible interés instrumental en la misma para las transformaciones prometidas, subraya que necesitamos “una Constitución que nos una”.

Las reacciones a las críticas no se han hecho esperar. Van desde señalar que “hay que cuidar a la Convención”, sobre todo por haber emanado del voto popular, hasta esbozar que “no se puede opinar mientras no se reconozca el texto íntegro de la nueva Constitución”. También se afirma que “cualquier problema lo resolverá la Comisión de Estilo o de Armonización” y, si no, ya se podrá encargar el Parlamento de enderezarla. Más conspiranoicos, otros acusan un “coro catastrofista de la derecha radical”. A la mente viene Robespierre: “Un patriota defiende la República en masse; el que cuestiona los detalles es un traidor. Todo lo que no sea respeto por el pueblo y la Convención es un delito”.

Escasamente se advierte que la evaluación del itinerario constituyente tiene directa relación, no solo con su legitimidad de origen y de resultados, sino también de proceso, máxime en una democracia que, como la chilena, ha mutado de “plena” a “imperfecta” según el reciente ranking publicado por The Economist. No es indiferente, por tanto, la forma en que se tramitan las discrepancias las que, en una sociedad plural y abierta, no se pueden reducir a los contornos de la propia Convención. La aceptación de aquel disenso que posibilita la autocorrección y neutraliza la tentación a las “cámaras de eco” es una condición, entre otras, para volver a ser democracia plena.

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