Gulag

Ministro de Salud, Jaime Mañalich.


Por Gabriel Zaliasnik, profesor de Derecho Penal Facultad de Derecho U. de Chile

Hacia el final de su vida, Jean Paul Sartre dejó atónito a un entrevistador al reconocer que conocía la existencia de los Gulag, aquellos horrorosos campos de trabajo forzado implementados en la Unión Soviética como parte de los mecanismos de represión impuestos por el modelo comunista. ¿Por qué no había dicho nada? le preguntó, y Sartre respondió: “para no desmoralizar a la clase obrera francesa”.

Recordé esta historia a la luz de las reacciones que generaron las palabras del ministro de Salud, Jaime Mañalich, respecto de las condiciones de hacinamiento y miseria imperantes en algunas zonas de la Región Metropolitana. En un contexto en que para algunos todo lo que diga o haga el referido ministro o el propio gobierno es per se descalificable y objeto de cuestionamientos, no pude sino pensar que los mismos que ahora lo criticaban eran quienes en marzo instaban por una cuarentena completa en toda la Región Metropolitana. Era una vuelta de carnero surrealista, pero que en Chile ya parece habitual. Nuestra memoria es frágil y el rigor de la disputa política no se aviene con la sinceridad. Por lo mismo, las palabras de Mañalich resonaron más fuertes.

Si bien el antagonismo, esa tendencia del hombre a satisfacer sus intereses en competencia con los intereses de los demás (Kant), puede ser beneficioso, ello requiere un mínimo de buena fe, buena fe que escasea cuando se trata de juzgar las palabras y actuaciones del ministro de Salud. Cualquier observador honesto advierte que las críticas al adversario por el solo carácter de tal, recurriendo al miedo que provoca la pandemia, son expresión nítida de un ideal totalitario que prefiere la polarización extrema en lugar del mero antagonismo democrático. La estrategia es obvia. Se apela a la muerte, miseria y enfermedad como pulsiones reprimidas para alimentar la angustia ciudadana. A la incertidumbre de un virus desconocido se le inocula la desconfianza en las autoridades, como parte de un perverso juego en que poco importa la ciudadanía.

En efecto, quienes ahora ironizan con los dichos de Mañalich, hace tan solo unos meses desconocían o poco les importaba la realidad socioeconómica de aquellos que deberían soportar la cuarentena total que pregonaban. En contraste, el ministro, conocedor de esa realidad, una y otra vez previno sobre las dificultades de tal medida medieval y solicitó prudencia a sus promotores. Resulta así evidente que estos, deliberadamente, preferían ignorar la realidad social del mismo modo que Sartre prefería silenciar la existencia de los Gulag comunistas. Sin embargo, a diferencia del gran filósofo existencialista, el silencio no era para preservar la moral de la ciudadanía, sino que para intentar obtener un mezquino rédito político con el daño social que la medida causaría.

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