Justicia y detención ciudadana


Por Nicolás Oxman, profesor de Filosofía del Derecho y Derecho Penal, Universidad San Sebastián

Cierto es que el sentido de justicia exige que los ciudadanos obren correctamente, en especial, que no solo busquen lo mejor para sí mismos, sino que también lo mejor para los demás. Por eso, cuando alguien lesiona los bienes o derechos de otro, se habilita a las personas a denunciar la ocurrencia de un ilícito y, en aquellos casos en que no se puede esperar a la justicia, por ser un delito flagrante, podemos detener al otro, con el solo objeto de ponerlo a disposición de la autoridad para que administre la justicia y restablezca el orden lesionado. El sentido de justicia, como “lo justo”, “lo recto” obliga a no ceder ante lo injusto, a que no pueda esperarse a la autoridad.

Hasta ahí alcanzan los derechos de autotutela de los ciudadanos frente a la justicia. Se permite detener a una persona, pero no juzgarle ni castigarle de propia mano. Porque el ejercicio de las libertades y los derechos reconoce como límite los derechos de otros. La lesión a tales derechos solo puede ser compensada en una sociedad organizada por un tercero: el juez personifica a la justicia, juzga a las personas que cometen un delito, restablece los derechos lesionados mediante la pena y comunica a la sociedad, mediante la sentencia, que podemos seguir confiando en que las normas jurídicas están vigentes.

El que los ciudadanos tomen de propia mano la justicia y se excedan en el ejercicio del derecho a la detención ciudadana, degradando a la persona que ha cometido un delito, es un acto ilegítimo y merecedor de severo reproche penal, porque supone desconocer la dignidad humana, rechazar el orden social y desconfiar de la justicia. Las situaciones de exceso en las detenciones practicadas por particulares muestran la degradación de las instituciones del Estado y de la educación moral de los ciudadanos. No solo se debe ser justo consigo mismo y querer lo mejor para sí, también se debe ser justo con los demás y reconocer la autoridad de la ley. Lo contrario, muestra otra degradación igualmente grave: la del Estado y sus instituciones.

A veces estas situaciones ocurren por ira, por error sobre los límites de lo permitido o por ignorancia. Es una obligación de la autoridad política el educar a la población en el valor del respeto a la dignidad humana y al Derecho, además, de comunicar, sin vacilaciones el respeto por la justicia y la autoridad de las instituciones. Otra posición le sumaría a la degradación del Estado otra todavía más grave: la falta de educación moral de los gobernantes. La triada conduce al nefasto resultado de un orden aparente que esconde una sociedad, un Estado y unos gobernantes fallidos.

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