Opinión

La ley de la calle

Una ciudad es un conjunto de edificios, infraestructuras, plazas. Pero, antes que eso, es un acuerdo, unas convenciones que nos permiten convivir. Estamos dispuestos a restringir ciertos comportamientos, a hacerlos compatibles con los derechos de los otros para vivir juntos. Y, cuando eso falla, para eso hay una autoridad electa, con las herramientas y un mandato que la obliga a hacer cumplir esas reglas.

En Chile, cada día son más las escenas sacadas de una antología del absurdo urbano: asados en cementerios, motocicletas que se suben al vagón con naturalidad de pasajero frecuente, “rodadas del terror” y funerales que paralizan barrios, música en modo festival, toldos azules que hacen invisible al negocio formal que hay detrás. La encuesta de Datavoz lo confirma: lo que más nos irrita es esa colección de violencias cotidianas que hemos bautizado “incivilidades”, un eufemismo elegante para no decir desorden, abuso o simplemente matonaje.

En este fenómeno hay dos aristas: la primera, una cultura cívica deteriorada, una transmisión incompleta y fallida de esas reglas de convivencia indispensables para estar juntos con respeto. La segunda arista es casi peor: una renuncia del Estado, una autoridad que por temor o incapacidad se retira, se repliega, se encoje, y con eso, deja a los ciudadanos sin protección ni cobijo. ¡Es por eso que hay que aplaudir y apoyar el reciente despliegue en Meiggs que, pese a los gritos y a las amenazas, muestra una autoridad que ha decidido enfrentar el problema!

Pero si todavía había dudas de la capitulación del Estado, ninguna de las señales ha sido más elocuente y vergonzosa que la decisión del Serviu de pedir a la familia Correa —víctimas de la toma de su propio terreno y del asesinato del padre— que fueran ellos quienes ejecutaran el desalojo, antes de que el Estado procediera a demoler. O sea, primero los dejaron solos frente a la violencia. Luego, los dejaron solos frente a la ocupación. Y finalmente, los dejaron solos frente al Estado mismo. Porque ¿cómo, con qué herramientas podría un privado ejecutar un desalojo que el Estado no se atreve a hacer? ¿Quién es, en un Estado de Derecho, el que detenta el uso legítimo de la fuerza? Además de un disparate, derechamente cruel.

Dos asuntos que hay que asegurar, entonces: la urgente necesidad de una cultura de la convivencia, donde impere el respeto, no la Ley de la Calle. Y, junto con eso, un Estado que no esquive su rol como garante de que lo anterior se cumpla. Estamos frente a un abandono institucional, un aparato público que se ha convencido que hacer cumplir la ley es una imprudencia política con costos que no está dispuesto a pagar. Que proteger al ciudadano honesto puede “generar conflicto”. Pero no es así que se cuida la vida en común, no es así que se hace una ciudad.

Así que, mientras que a nuestro Estado esto último no le quede claro, más vale que sea usted el que, a falta de otra instancia, se lo recuerde con las únicas armas que importan: su voz y su voto.

Por Ricardo Abuauad, decano Campus Creativo UNAB, profesor UC.

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