
O el loco o la locura

Durante una pichanga se suscita una trifulca. Un hombre saca una pistola para controlarla. Otro, más joven, le dispara con otra arma y lo mata. El hijo del primero, aún más joven, toma la de su padre y supuestamente elimina al asesino. La trama podría continuar con uno y uno más, otro y otro niño pequeño que dispara, y así, sucesivamente, hasta que solo queda vivo un lactante que algún día podrá vengarse. Es la imaginación extrema de una realidad extrema. La que hicieron razón Hobbes, Nietzsche, Schmitt, filósofos de la a veces no tan exagerada exageración, por ejemplo.
Si la moral no controla internamente a las personas ni el Estado su comportamiento externo, alguien terminará haciéndolo. Y si ese alguien no tiene suficiente poder para hacerlo, habrá una interminable serie de personas dispuestas y, a la vez, incapaces de lograrlo. Mientras tanto, tal vez habrá quienes aprendan que es mejor apartarse, dejar que la muerte se lleve a los que se le ofrecen. Hasta que, habiéndose llevado a los que encontró en la calle de noche, se pondrá a reventar puertas de día.
¡Solo un superhombre puede salvarnos! En este escenario, el superhombre es la criatura que queda en pie después que todas las otras han perecido en una lucha descarnada de todos contra todos, cuando ninguna solución pacifista (una de esas que engendra monstruos políticos que hagan el trabajo sucio) tiene ya cabida, precisamente porque se habría demostrado falible ante las sensiblerías que todo diluyen.
El problema es que el superhombre es un loco, alguien que ha roto los vínculos con la estropeada realidad. Después del siglo XX sabemos que son tiranos sociópatas ante los cuales innumerables cobardes van a inclinarse confesándose impotentes. Luego, cuando arrasan lo bueno y malo por igual, unos beneficiados aún peores se quejan de los malvados de este mundo cuyo trabajo alegan haber podido hacer mejor.
El monopolio de la fuerza legítima de esa organización que llamamos Estado no puede dejar de ser eso, un monopolio, no tanto teórico como que especialmente en la práctica. Y lo terrible es que para que la fuerza sea fuerza debe ser más fuerte, para que el monopolio de la fuerza sea de fuerza y no de buenas intenciones, tendrá que llegar quizá demasiado lejos. Y mientras siga demorando, más allá tendrá que ir a recuperar ese balón.
De tal suerte que la horrible pregunta poco a poco comienza a ser la de tantas veces en la historia: si el loco o la locura.
Y, de nuevo, la moraleja es casi la misma de siempre.
La posición del cristianismo radical me ha parecido la sabia. El Reino de Dios no es de este mundo. Y quien lo ablanda, al empeorarlo, lo endurece. Por lo mismo, el bien se hace con buenos ejemplos y sin sistemas. De ahí que solo sea creyente el que no porta ni recurre a las armas, sean las fuerzas del individuo abandonado a la autoayuda o las del Estado consciente del significado profundo de su existencia. Pero, por persuasiva que sea esa solución, a nadie puede exigírsele sin hacer el ridículo.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP
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