
Hay muchos ejemplos. Basta con buscar en Internet “grandes personajes que fracasaron antes de encontrar el éxito”, para que aparezcan nombres tan sorprendentes como Walt Disney, uno de los hombres más creativos del siglo XX, quien al comienzo de su carrera fue despedido de un periódico porque no tenía tanta imaginación; o Steve Jobs, que encontró el éxito a sus veinte años cuando Apple se convirtió en un imperio masivo, pero cuando cumplió 30, la junta directiva decidió despedirlo. Sin dejarse intimidar por el fracaso, fundó una nueva empresa llamada NeXT, la cual finalmente fue adquirida por Apple y Jobs regresó a hacerse cargo de los mejores años de la compañía de la manzana.
La experiencia de ambos confirma algo que los psicólogos suelen explicar que es que el éxito y el fracaso van de la mano, son dos caras de la misma moneda. “Solemos ver el fracaso como una razón para avergonzarse o como una desgracia. Si un cercano fracasa lo lamentamos, hablamos de mala suerte o de falta de talento. Pero no solo eso, intentamos evitar el fracaso de nuestros seres queridos, los protegemos sin considerar que a la larga les estamos generando un daño, porque es difícil conseguir el éxito si antes no se fracasa”, aclara el psicólogo Fernando Duarte. Esto se explica porque una falla o equivocación siempre conllevan un aprendizaje, y eso es lo valioso. Es tan así, que algunos inversionistas consideran como requisito para apostar por un emprendedor el que antes haya fracasado un par de veces, porque –según dicen– eso los hace adquirir un conocimiento o coraje que no tienen quienes no han fracasado.
El problema es que el fracaso tiene una carga negativa. Este punto fue demostrado en el artículo Comportamiento organizacional y procesos de decisión humana de las psicólogas estadounidenses Lauren Eskreis-Winkler y Ayelet Fishbach. Para redactarlo, desarrollaron una serie de estudios en los que exploraron las razones por las que las personas no comparten sus fracasos. En uno de ellos le pidieron a los participantes que jugaran un juego simple en el que tenían que elegir una caja entre tres diciéndoles que una tenía una pérdida de 1 centavo, otra una ganancia de 20 centavos y la tercera una ganancia de 80 centavos. Jugaron el juego dos veces, cada vez eligiendo una caja. El juego fue configurado para que la primera vez escogieran la caja con la que perdían un centavo y en el segundo juego, escogieron la caja con la que ganaban 20 centavos. Luego se les dijo que podían compartir los resultados de uno de sus juegos con otro jugador con el objetivo de ayudarlo a que lo hiciera lo mejor posible.
Esta configuración pone en conflicto el fracaso con la mejor estrategia. Si el jugador comparte su peor puntaje, entonces le brindan la mejor ayuda al otro jugador, porque le han mostrado a su compañero la ubicación de la única casilla que contiene una pérdida. Entonces, en el peor de los casos, el otro jugador obtendrá 20 centavos. Pero, si comparten su mejor puntaje, el otro jugador no sabe dónde está la pérdida. Aunque la estrategia óptima es compartir su "fracaso", aproximadamente la mitad de los participantes en los estudios que usaron este procedimiento compartieron la ganancia de 20 centavos en lugar de la pérdida de 1. Esto ocurrió incluso cuando los participantes recibían un incentivo para ayudar a la otra persona.
Una de las conclusiones del estudio es que los participantes comparten su “éxito” como una suerte de honra. Pero estudios posteriores sugieren que los participantes realmente no entienden cuánto se puede aprender de los fracasos. “Tiene que ver con la baja tolerancia a la frustración. Las personas se suelen obstruir ante el fracaso, no lo quieren ver y les cuesta entender que pueden sacar algo bueno de él”, dice Duarte. Y agrega: “También se puede ver como una especie de egoísmo inconsciente. Si nos acostumbramos a compartir nuestros fracasos le damos a los otros la ventaja de no cometer los mismos errores, porque está nuestra experiencia de por medio”.
Y –según el experto– esto tiene su raíz en una sociedad que de por sí es exitista. “Nos dicen constantemente que debemos ser exitosos, que tenemos que rendir, que es mejor el que tiene buenos resultados. Estamos en una competencia constante y eso obviamente nos lleva a ocultar nuestros fracasos, porque nos avergüenza y lo vemos como una pérdida”. En ese proceso de escalada, el fracaso nunca se menciona y ocultarlo es un desacierto. “Errar es humano y sería interesante –especialmente en esta época en que lo más probable es que muchas y muchos estemos viendo cómo nuestros proyectos fracasan por factores externos– que comencemos a normalizar el hablar de los errores y fracasos como parte de un proceso de aprendizaje. Esto no solo nos facilitaría cumplir nuestras propias metas, sino que también las del resto”, concluye.
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