La metamorfosis de Silicon Valley
"Los laboratorios que nacieron para servir a la humanidad producen herramientas que han democratizado el acceso al conocimiento y acelerado descubrimientos científicos, pero también propagan desinformación, refuerzan prejuicios y generan adicciones severas".
En diciembre de 2015, Sam Altman, fundador de OpenAI, hizo una promesa que sonaba demasiado buena para ser cierta: “Nuestro objetivo es avanzar la inteligencia artificial para beneficiar a toda la humanidad”. No estaba solo en su ambición mesiánica. Demis Hassabis había fundado DeepMind en 2010 con Mustafa Suleyman y Shane Legg, formulando una declaración igualmente audaz: “Resolver la inteligencia y luego usarla para resolver todo lo demás”. OpenAI se presentó como un laboratorio sin fines de lucro, donde la invención más poderosa del siglo sería regalada al mundo entero.
Ocho años más tarde, esa promesa yace enterrada. OpenAI es hoy una corporación controlada por Microsoft y valuada en más de ciento cincuenta mil millones de dólares. DeepMind, por su parte, sucumbió dentro de las entrañas de Google.
Los beneficios de la inteligencia artificial se concentran en manos de accionistas corporativos, mientras Altman y Hassabis se transformaron en millonarios que habían declarado no pretender serlo. Esta metamorfosis, documentada exhaustivamente por Parmy Olson en su libro Supremacy: AI, ChatGPT, and the Race That Changed the World, revela cómo la visión altruista original se desintegró ante presiones financieras y competitivas.
Altman y Hassabis no contemplaron que desarrollar inteligencia artificial avanzada exige una infraestructura que crece de manera exponencial. Entrenar GPT-2 requirió semanas en servidores especializados. GPT-3 necesitó diez veces más poder de procesamiento que GPT-2. Y GPT-4 volvió a multiplicar los recursos necesarios. Cada versión demandaba centros de datos más grandes, procesadores más veloces, electricidad suficiente para alimentar ciudades pequeñas. Google, Microsoft y Amazon controlaban esa infraestructura. Los laboratorios independientes no tenían cómo competir.
Ante esta realidad, Altman tomó en 2019 la decisión que lo cambiaría todo. Transformó OpenAI en una empresa con fines de lucro. Microsoft le inyectó mil millones de dólares a cambio de acceso exclusivo a la tecnología de OpenAI y el derecho a integrarla en sus productos como Azure, Bing y Office. El laboratorio altruista había muerto.
DeepMind recorrió el mismo camino, solo que más rápido. Hassabis había jurado mantener la independencia, pero cuando Google le ofreció seiscientos veinticinco millones de dólares en 2014, aceptó. La justificación era convincente. Google le proporcionaría recursos sin límites para desarrollar su tecnología. La realidad fue otra. DeepMind quedó sometida a las mismas exigencias de rentabilidad que el resto de la compañía.
Absorbidos por la lógica corporativa, estos laboratorios comenzaron a liberar herramientas sin anticipar sus consecuencias. La prisa por capturar el mercado superó la prudencia. Problemas que las redes sociales habían cultivado durante años se volvieron más dañinos. Los algoritmos discriminaban contra mujeres en procesos de contratación, rechazaban automáticamente solicitudes de crédito de personas afroamericanas.
La adicción a pantallas, que Facebook y Twitter habían explotado con precisión quirúrgica, encontró en la IA un motor más sofisticado. Facebook descubrió que su algoritmo dirigía a usuarios hacia grupos de negación del Holocausto. En YouTube, las recomendaciones automáticas conducían a menores desde videos infantiles hasta contenido pedófilo. Los sistemas de IA empezaron a generar noticias falsas indistinguibles de las reales, crearon imágenes pornográficas de personas sin su consentimiento y produjeron textos que incitaban al suicidio cuando usuarios vulnerables consultaban sobre depresión.
Los laboratorios que nacieron para servir a la humanidad producen herramientas que han democratizado el acceso al conocimiento y acelerado descubrimientos científicos, pero también propagan desinformación, refuerzan prejuicios y generan adicciones severas. Las exigencias del crecimiento corporativo terminaron por desplazar los principios éticos originales. Altman y Hassabis construyeron la tecnología más poderosa de la historia, pero no de la manera que habían prometido. El resto de nosotros apenas comienza a descubrir qué significa vivir con ella.
El autor es Director del Centro de Reputación CorporativaESE Business School, Universidad de los Andes
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