Columna de Óscar Contardo: No están los tiempos para leyendas

La entrevista a Palma Salamanca publicada por The Clinic significó el comienzo del fin del mito que se había erigido en torno a él. Hasta ahora eran otros los encargados de levantar su historia, la de un personaje que reunía las condiciones del macho revolucionario que ha caracterizado a la cultura de la izquierda latinoamericana, una suerte de trasposición laica del santo guerrero o versión mestiza en tenida de camuflaje de los héroes de caballería medievales, que deambulan por selvas, sierras y pampas, cumpliendo con el deber de la causa autoimpuesta, resignados a un destino de lucha perpetua fraguada en una virilidad de habanos y fusiles.



Hasta esta semana, Ricardo Palma Salamanca era un prontuario, la historia de una fuga improbable y un par de retratos que se publicaban de cuando en cuando en la prensa. Era también un tira y afloja persistente que se balanceaba sobre una historia de fuego y de ira que con cada década que transcurría, cobraba la consistencia de un mito que solo sus cercanos sabían entender y por lo tanto explicar. No era tan solo un hombre que tomó la vida de otro a balazos, tampoco era simplemente alguien que participó en un secuestro que confinó a otro a sobrevivir en condiciones infrahumanas. Era un condenado, un prófugo de la justicia cuya captura era una causa enarbolada por la UDI, justamente el partido de quienes suelen decirles a las víctimas de la dictadura que buscar justicia es buscar venganza.

Bajo esas condiciones ambientales había crecido en torno a Ricardo Palma una leyenda con el peso del tabú. Porque invocar el nombre de Palma Salamanca significa trastocar los roles habituales de un periodo de la historia de Chile que transformó a un grupo en victimarios y a otro en presa de una persecución despiadada. Con tan solo nombrarlo aquellos bordes nítidos que separan a los cómplices de las masacres cometidas por la dictadura, de quienes sufrieron su rigor, se hacen borrosos por un instante. Como un agente químico que si se vierte sobre otro lo altera. En gran medida ese fenómeno, el del tabú, era posible mientras el protagonista guardara silencio.

La entrevista a Palma Salamanca publicada por The Clinic significó el comienzo del fin del mito que se había erigido en torno a él. Hasta ahora eran otros los encargados de levantar su historia, la de un personaje que reunía las condiciones del macho revolucionario que ha caracterizado a la cultura de la izquierda latinoamericana, una suerte de trasposición laica del santo guerrero o versión mestiza en tenida de camuflaje de los héroes de caballería medievales, que deambulan por selvas, sierras y pampas, cumpliendo con el deber de la causa autoimpuesta, resignados a un destino de lucha perpetua fraguada en una virilidad de habanos y fusiles.

Siempre me llamó la atención la cantidad de personas que se referían a Palma Salamanca simplemente como "el negro Palma". Con el tiempo interpreté el guiño como una suerte de contraseña de iniciados, pero también como una forma de sugerir pertenencia, indicar un "nosotros" excluyente. Hablar de "el negro Palma" incluso podía interpretarse como una marcador de clase dentro de una izquierda que circulaba en un área restringida de colegios y facultades hasta donde rara vez llegaba el pueblo al que buscaba liberar. Un segmento social y político que suele pensarse a sí mismo como "oprimido" o propio de los "márgenes", aunque tenga como hito geográfico más extremo la plaza Ñuñoa y como nostalgia predilecta las asambleas universitarias ochenteras. La rebeldía de los barrios arbolados suele ser más persistente, tomarse mucho más en serio a sí misma y ser bastante menos escéptica que la que surge entre sitios eriazos de las periferias.

Al inicio de la entrevista, Palma Salamanca dice que todos quienes lo han buscado para conocerlo durante los años que estuvo prófugo, lo han hecho esperando encontrar al joven que fue en 1990. Lo menciona advirtiendo que ya no es el mismo, dando a entender que hubo muchas peregrinaciones que debieron acabar defraudadas.

Las adhesiones políticas en ocasiones tiende a transformarse en una especie de religión, una en donde los seres extraordinarios lo son en tanto custodian y bruñen unas convicciones superiores que los puede llevar a intentar detener el tiempo, capturarlo en una jaula discursiva, disponer ciertas ideas como iconos en una vitrina que separa lo conveniente de lo que puede llegar a cuestionar el dogma establecido. La militancia significa en ciertos casos, la membresía a una institución similar a un club, un regimiento o una secta, en donde en lugar de debatir sobre la historia propia y la construcción de un futuro de convivencia más allá de los muros del mausoleo que congregan a los creyentes, se le rinde culto a un pasado, como si se tratara de un relicario que de cuando en cuando se saca de paseo en un rito muerto, que no deja espacio a la crítica y cierra las puertas para los no iniciados. La entrevista de Palma Salamanca no reveló los detalles de los crímenes en los que está involucrado, tampoco intentó explicar cómo y por qué acabó transformando su vida en un escondite de la justicia; lo que hizo el entrevistado fue advertirnos que él no era una leyenda, ni el custodio de un ideal, sino solo un hombre que alguna vez creyó ciegamente en algo.

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