Literatura: Una tradición secreta
La literatura chilena está marcada por su poesía, pero quizá sea el momento de mirar la tradición narrativa de nuestro país. De leer a Emar, a Edwards Bello, a González Vera, a Wacquez, a Couve y olvidarnos un rato del Donoso convencional.

Parece broma, pero es cierto: uno de los mejores libros que se consigue en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires es una novela chilena que no se encuentra aquí. Y no lo digo yo, lo dicen escritores, críticos, traductores argentinos: ahí, entremedio de esos cientos de stands, escondido y a un precio irrisorio, está Paréntesis (1975), de Mauricio Wacquez (1939-2000), una novela que significó dentro de su obra un punto de inflexión, pues desde ahí en adelante, Wacquez apostaría por una escritura extrema, interesada más en el poder del lenguaje que en las historias, donde lo que importa son las palabras y el ritmo y la atmósfera, y no, simplemente, la trama. De ahí en adelante, Wacquez armaría una obra inclasificable, muy lejos de ese centro llamado realismo chileno o, incluso, muy lejos del boom latinoamericano, y muy cerca, por ejemplo, de la obra de varios autores argentinos contemporáneos a él, como Héctor Libertella, Osvaldo Lamborghini, Luis Gusmán o Néstor Sánchez, quien decía -un poco en broma, un poco en serio-, que la novela latinoamericana era tan simple que se podía contar por teléfono. Quizá por eso el interés en Wacquez allá.
Y también por otros narradores chilenos, como Juan Emar, Joaquín Edwards Bello, Roberto Merino, Adolfo Couve -muy recomendado por César Aira-, o Enrique Lihn. Preguntan por ellos, a pesar de que sus libros son difíciles de encontrar, los buscan: la narrativa chilena son, para varios lectores argentinos, esos autores, pero no estoy seguro si para nosotros también lo son.
Sabemos que la literatura chilena está marcada por la relevancia de su poesía, pero quizá sea el momento de mirar bien cuál es la tradición narrativa de nuestro país, volver a leer a Emar, a Edwards Bello, a González Vera, a Wacquez, a Couve y olvidarnos un rato del José Donoso más convencional y fijarnos en ése que escribió El obsceno pájaro de la noche y El lugar sin límites. Volver a leer El río, de Alfredo Gómez Morel o las novelas de Diamela Eltit, o a Manuel Rojas en su faceta de cronista y ensayista, que se recopiló recientemente en La prosa nunca está terminada. En un ensayo de ese libro, Rojas se preguntaba: “¿Será preciso abandonar nuestro estilo sudamericano (casero) y buscar en su renovación o en su aproximación a estilos novísimos el interés que, junto con nuestro color local, nos dé lo que necesitamos? ¿No será demasiado anticuada nuestra técnica?”. La respuesta a estas preguntas la dieron en sus libros casi todos los autores mencionados: lejos del realismo, cerca de las palabras y de una imaginación desbordada, inclasificable, que no sé hasta qué punto la narrativa chilena contemporánea -desde Edwards y Skármeta, pasando por los autores que publicaron en los 90 y llegando hasta los más jóvenes- ha asumido como una herencia, como una tradición. Entremedio de todo esto también está Bolaño y una obra que quizá todavía no aprehendemos por completo, que se resiste a las lecturas más obvias y que en eso se emparenta, absolutamente, con esta tradición secreta de la narrativa chilena: libros ambiciosos en cuyo centro se esconde una bomba que no es tan fácil desactivar.
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