Culto

El vuelo del pelícano triste: un relato de Jaime Bayly

Al final de cuentas, traer al mundo una nueva vida, por accidente o por descuido, acabaría por costarme, cuando menos, un millón de dólares. La regla tardía que le sobrevino a mi esposa en el avión de noche me ahorró ese dinero, además de muchos dolores de cabeza. Por eso llegué encantado a Buenos Aires, como si hubiera recibido un gran regalo en vísperas de las fiestas navideñas.

El vuelo del pelícano triste: un relato de Jaime Bayly

En un vuelo nocturno a Buenos Aires, mi esposa me dio la buena noticia de que por fin había menstruado y no seríamos padres nuevamente. Conmovido, me puse de pie y la abracé. Me sentí aliviado, como si me hubieran quitado un peso de encima, y luego jubiloso, eufórico, como si hubiera ganado la lotería. No quería ser padre por cuarta vez, a los sesenta y un años. No tengo ya fuerzas para comenzar de nuevo. Tengo planeado morir a los setenta años, como muy tarde. Ser padre sin desearlo, a esta edad otoñal, me parecía una locura, un salto al vacío. Peor aún, cuando hacía números, calculando el costo de ser padre otra vez, y sumaba el colegio y la universidad de una nueva hija, las cifras eran cuantiosas. La escuela privada de mi hija menor me cuesta sesenta mil dólares al año, y las universidades privadas a las que asistieron mis hijas mayores me costaron setenta mil dólares al año cada una, y una de mis hijas, la mayor, estudió dos carreras. Al final de cuentas, traer al mundo una nueva vida, por accidente o por descuido, acabaría por costarme, cuando menos, un millón de dólares. La regla tardía que le sobrevino a mi esposa en el avión de noche me ahorró ese dinero, además de muchos dolores de cabeza. Por eso llegué encantado a Buenos Aires, como si hubiera recibido un gran regalo en vísperas de las fiestas navideñas, el regalo de preservar ciertos espacios de libertad, ciertas zonas de bienestar, que habría perdido siendo padre.

Era un domingo por la mañana, salimos deprisa del aeropuerto y el tráfico fluyó sin tropiezos ni sobresaltos. El chofer no paraba de hablar y me daba información turística como si yo no conociera la ciudad. Yo lo dejaba hablar. No quería interrumpirlo, ser brusco, desairarlo. He venido muchas veces a Buenos Aires. He vivido en Buenos Aires. He grabado programas en Buenos Aires. Me he enamorado en Buenos Aires. He comprado departamentos en Buenos Aires. He organizado fiestas en Buenos Aires. Sin embargo, el chofer me hablaba como si fuese un advenedizo, un recién llegado, y yo estiraba los pies y lo oía a lo lejos, pero sin escucharlo, sin prestarle atención.

A finales de diciembre, aprovechando un tipo de cambio favorable, muchos de quienes viven en Buenos Aires se van al mar, o tan cerca del mar como pueden: los más pudientes, a las playas uruguayas, y los no tan pudientes, pero acomodados, a las frías, desangeladas playas argentinas. Me he bañado en los mares de Pinamar, de Cariló, de Mar del Plata, y mi magra contextura de pelícano triste se ha estremecido, aterida, por culpa de aquellas aguas heladas, casi tan gélidas como las de Zapallar y Cachagua, en Chile. Acostumbrado como estoy a las playas de Miami, donde vivo hace tres décadas, los mares argentinos me tensan de frío, me dejan trémulo y pasmado. Por eso nos hemos alejado de las playas de Miami, tan cerca de nuestra casa, pero no para refrescarnos en las aguas congeladas del coño sur, sino para pasar unos días caminando por las calles despobladas de Recoleta, bajo un calor suave, agradable, a ratos interrumpido por un viento bienhechor.

Como yo dormía hasta las cuatro de la tarde hora argentina, mi esposa y nuestra hija adolescente pasaban la mañana y las primeras horas de la tarde en la piscina al aire libre del hotel, en tumbonas a la sombra, atendidas por unos camareros guapos, atentos, serviciales, que llevaban bebidas espirituosas para la señora y jugos de frutas para la señorita. A las cuatro y media de la tarde, ya sabiendo cómo me llamaba y en qué ciudad me encontraba, yo bajaba al spa del hotel con un traje de baño y un cronómetro, y me deslizaba sigilosamente en el cuarto de vapor, y me sometía a tres sesiones de diez minutos cada una, transpirando copiosamente, como una bestia. Cumplida esa rutina de purificación, salía a la piscina y pedía bananas y jugos de mango. Las aguas de la piscina me recibían a una temperatura perfecta, ni fría ni cálida, sabiamente regulada. No hay un hotel en el barrio de Recoleta, y tal vez en toda la ciudad, que ofrezca una piscina tan agradable como la del Four Seasons. Desde que me enamoré de Buenos Aires a los dieciocho años, he dormido muchas noches en el noble y señorial hotel Alvear, pero si uno quiere disfrutar de una piscina en exteriores, a cielo descubierto, sin duda el Four Seasons es la mejor opción, aunque algunos bañistas confianzudos, procedentes de la ciudad donde nací, me pedían fotos al pie de la piscina o, peor aún, dentro de ella.

Tras grabar el vídeo diario en mi suite y subirlo a YouTube a las apuradas, salíamos a cenar, ya de noche. Me inauguro a continuación como crítico gastronómico: Elena, muy bien; Fervor, sobresaliente (el puré de manzana es como un postre anticipado); Alvear Grill, excelente (una maravilla la milanesa con tallarines); Nuestro Secreto, bien; Palacio Duhau, bien (atención a la sopa de calabaza); Presencia, inaugurado hace pocos meses por una pareja de holandeses, excelente (aunque el pollo orgánico no trae pechuga, menuda decepción). Para comer algo de paso a media tarde, el bar del hotel Alvear y la cafetería de Presencia superaron a otros competidores, aunque Josephina’s, al final de la calle Parera, no defraudó.

No pocos peatones, paseantes y vecinos de Recoleta me reconocieron, me saludaron con afecto, me pidieron fotos y hasta me dieron consejos. Algunos, desbordados de cariño, me riñeron por no estar más en la televisión argentina. Una señora en el bar del Alvear me dijo: Te has desaparecido de mi televisor y te has metido en mi celular. Le prometí que pronto volveré a introducir mi magra contextura de pelícano triste en su televisor. No sé si me creyó. La verdad es que no depende de mí. Como soy un bobo sentimental, quiero seguir haciendo televisión convencional, a la antigua, pero los canales ya no saben quién soy, y si lo saben, prefieren olvidarlo. Un productor argentino, de nombre Gustavo, me escribió y propuso un programa. Le respondí con entusiasmo. Al día siguiente me escribió: Mis jefes no aprobaron el proyecto. De nuevo, como en la ciudad del polvo y la niebla, donde me ofrezco a los canales de aire sin que nadie responda, me sentí desilusionado. Seguiré haciendo un programa heroico en Miami, mientras buenamente pueda, además de mi pequeño canal de YouTube.

No todos los momentos en Recoleta fueron felices. Hubo noches contrariadas, que se torcieron y nos hicieron discutir y llorar. Vimos una película perturbadora, Mátate amor, que me pareció insufrible. Vimos otra película violenta, Bugonia, que hizo llorar a nuestra hija. Por suerte, gracias a la generosidad de sus directores, pude ver, en exhibición privada, Homo Argentum, y quedé maravillado: qué gran actor es Francella, todos los argentinos caben en Francella, joder.

Pero el momento más triste del viaje nos asaltó de pronto, una noche aciaga, viendo vídeos musicales en la suite de mi esposa y nuestra hija: ellas pusieron vídeos de Rosalía (vimos La Perla varias veces), y luego nuestra hija pidió Vienna, de Billy Joel, y enseguida yo gocé con Puerto Madero, del gran Kevin Johansen, y mi esposa eligió un par de canciones de Billie Eilish. Poco después, mi esposa quiso complacerme con varias canciones del cantante libanés y británico Mika. Entonces ocurrió una pelea tremenda, inesperada: nuestra hija dijo que odiaba las canciones de Mika y que le molestaba en particular vernos cantar esa linda canción gay que es Billy Brown. De pronto enojada, me preguntó en tono inamistoso si yo era gay y le preguntó a su madre si era lesbiana. Todo se fue al carajo: mi esposa le dijo a nuestra hija que era más homofóbica que mi madre misma, una venerable señora del Opus Dei, al tiempo que yo me retiraba deprisa, refugiándome en mi suite, mientras ellas peleaban a gritos. Era el 24 de diciembre, Nochebuena, y yo no estaba en Lima con mi madre, como hubiera querido, sino en Buenos Aires, oyendo a lo lejos cómo mi esposa y nuestra hija discutían por ciertas canciones de Mika, traspasadas de sensibilidad gay. Quedé profundamente triste, afligido, descolocado. Sentí que me encontraba en el lugar equivocado. Me prometí que la próxima Nochebuena la pasaría con mi madre, aunque mi esposa y nuestra hija se opusieran. Me puse a leer una novela para no llorar. Después abrí la tableta electrónica y, como no podía dormir, me resigné a la miseria moral de ver gente desnuda, sin alma, lo que me dejó más triste todavía, avergonzado de mí mismo y en cierto modo arrepentido de haber viajado a Buenos Aires a pasar las fiestas navideñas.

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