Columna de Óscar Contardo: Vestigios del último siglo



La muerte de la reina Isabel II de Inglaterra puede ser tomada como una referencia a la agonía de una época en retirada, la extinción de los últimos decorados del siglo XX que, a falta de reemplazo, dejan espacios vacíos de contenido, puntos suspensivos y signos de interrogación. Las potencias políticas y económicas no son las mismas que dominaban la escena en las décadas pasadas, en muchas regiones la democracia no está respondiendo a las demandas populares del modo en que lo habría hecho en otros momentos. Asimismo, la energía que había movido el mundo hasta ahora -la de los combustibles fósiles- tendrá que ser reemplazada a mediano plazo para enfrentar una crisis climática en desarrollo.

Este verano, Londres tuvo el día más caluroso jamás registrado. Nada es lo que fue. Ni siquiera la noción de historia de la humanidad, en la que el medioambiente era considerado una escenografía inmutable que servía solo de atrezzo al transcurrir de los acontecimientos, perdurará en una era geológica intervenida por la acción humana. En este sentido, la figura de Isabel II nos recuerda el final de largo aliento en el que habitamos, un punto aparte sobre el que nos cuesta tomar perspectiva, porque es lo que nos toca vivir a diario a escala cotidiana en plano detalle: un caudal de cambios sin cauce, una turbulencia de transformaciones tecnológicas que erosiona la convivencia.

No doy con otra persona que haya permanecido en un mismo sitial de poder internacional durante tanto tiempo de manera continua, hasta el punto de darse por descontada su presencia. Cuando Isabel II fue entronizada, Chile era un país muy diferente del actual: tenía casi seis millones de habitantes, la mitad vivía bajo la línea de pobreza, con una esperanza de vida promedio de 54 años, y sólo el cinco por ciento de la población accedía a la educación media. Mientras ella fue monarca vio encumbrarse a los grandes líderes mundiales que marcaron la segunda mitad del siglo: Castro, Kennedy, Nixon, Reagan, Thatcher, Juan Pablo II y Gorbachov fueron sus contemporáneos. Los vio morir a todos. Ella encarnaba, asimismo, la última vuelta de tuerca a una institución que, lo mismo que un órgano vestigial, sigue existiendo despojada de sus funciones políticas originales y carente de un sentido práctico concreto (como las muelas del juicio o las notarías), pero reformulada como un enorme aparataje simbólico de relaciones públicas. La monarquía como un cascabel atávico que brinda distracción y sensación de pertenencia patriótica a través de un conjunto de ritos sin más sentido que el encanto que provocan en los comunes y corrientes los blasones y oropeles; la expresión de un poder que traspasa los siglos a través de la sangre -la que se hereda y la que se derrama- y le imprime continuidad a una unión de naciones -inglesa, escocesa, galesa, norirlandesa- que, sin ese hechizo ritual, podrían desencontrarse. Una institución fatigada que depende de la popularidad del monarca a cargo y de su prestigio mediático. Para una monarquía parlamentaria caer en desgracia frente a la opinión pública es peor que una guerra: lo supo Isabel II, lo sabe ahora su primo Juan Carlos I, el Borbón al que se le atribuía la reinserción española a Europa occidental y que ahora es un paria para su propio heredero y un pícaro sinvergüenza ante los ojos de su país.

Coronas reales, imperios coloniales que cosecharon en ultramar grandes fortunas para la gloria económica de sus economías locales y para alimentar, de paso, la soberbia racista de un conjunto de territorios que desde América parecen diminutos, pero que siguen moldeando el mundo a través del poder seductor de la cultura que crean sus habitantes. Europa sigue siendo rica, pero no lo suficiente como para contener el descontento que avanza en la forma de una ultraderecha que supo tomar algo de lo viejo -la obsesión por la pureza nacional y el desdén por lo africano- y algo de lo nuevo -el poder viral de las redes sociales- para resucitar los zombis obsesionados por un patriotismo marcial y violento como única forma de convivencia. La extrema derecha avanza en Suecia, España, Italia, Hungría y un largo etcétera. En América Latina cobra la forma de un populismo mestizo y fanático religioso que justifica en nombre de la república y el orden crímenes que se suponían unánimemente repudiados. Repentinamente, lo que se daba por avanzado, se esfuma.

Los últimos vestigios del siglo pasado comienzan a apagarse, sus estructuras ya no sirven para sostener lo que se asoma.

La muerte de una reina puede ser más que un momento de pompa monárquica y la excusa para la fabricación mediática de frivolidades de consumo masivo envueltas en datos de historia y curiosidades genealógicas. También es posible que sea la ocasión para hacer referencia al final de una época, el cierre de un arco de tiempo, de una forma de convivencia política y social. El momento de apreciar en plano general y con la calma de una marcha fúnebre el derrumbe del poder de los imperios que nos rigieron hasta hace tan poco, y el inicio de algo distinto que aún permanece en la penumbra.

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