Chile gritón
Tal vez tenga que ver con la explosión demográfica. Hay que hacerse oír a como dé lugar, parece. No sería raro que surgieran escuelas de grito. Quizás sería más honesto que enseñar teatro.

El otro día quise trasnochar escuchando música, leyendo y tomando vino, pero a medio vaciar la primera copa y con el libro en la tercera página morí. Desperté tres horas después sobresaltado por un grito despavorido. Mío.
Del mal sueño que gatilló el alarido apenas retuve el ataque de unas ratas que las emprendían desde todos las esquinas contra mí, que asomaba la cabeza por una boca de alcantarilla donde me había metido a sacar una pelota.
No pretendo aburrir a nadie con mis sueños, pero el hecho, además de despertarme (y al gato), me dejó pensando en el acto humano de gritar. En el sueño, como estaba atrapado y los roedores venían, hacerlo fue mi último recurso. Pero en Chile, observo, el grito se ha convertido más bien en la primera opción.
Esto supone un cambio paradigmático en una sociedad más bien retraída. Murmuradora, sí, pero callada. Tal vez sea culpa del Rafa Araneda, que desde los 90 viene gritando donde sea que lo pongan. No me lo imagino callado ni en un velorio, pero su bullanga no surge por generación espontánea, antes hubo un Marcelo de Cachureos y un Don Francisco, a quien, al fin, ya no tendremos que seguir oyendo.
Gritan los evangélicos y gritan los ateos, como uno famoso que todos los domingos en la plaza de Batuco evangeliza su descreimiento.
Grita Catalina Pulido al ver truncada su prepotencia cuipi y grita el PC porque Bachelet va y ve en Venezuela lo que es cosa de ir y ver. Que hay ahí un pueblo que aúlla.
Gritan los ciclistas furiosos y gritan los automovilistas ídem (y si no gritan bocinean, por más inútil que sea).
Gritan los zorrones carreteros esperando el Uber a altas horas de la noche y gritan los vendedores de sushi y hamburguesas veganas a plena luz del día.
A la salida del metro UC, permítaseme el excurso, se ponen como veinte de estos últimos y gritan con cada gesto su superioridad culinario-moral mientras bloquean con displicencia y soya el paso peatonal. Hay noches en que no logro sacarme de la cabeza el grito de una joven que con una irritante voz y frecuencia vocea, invariablemente, "hand roll vegano, de pollo, consulte". Lo he comentado con amigos que trabajan cerca y los desquicia.
Hoy nos gritonea hasta el guardalíneas del Metro. Grita Gary Medel y grita Solabarrieta. No sólo se ha puesto de moda gritar: se ha puesto en valor. Cómo gritan hoy los niños. Donde sea. Y anda a callarlos.
Tal vez tenga que ver con la explosión demográfica. Hay que hacerse oír a como dé lugar, parece. No sería raro que surgieran escuelas de grito. Quizás sería más honesto que enseñar teatro. Mi hija ve la teleserie Isla Paraíso con la pasión con que yo a su edad veía Ámame o Rompecorazón. Todo bien, quiero decir, hasta que aparece un dúo adolescente encarnado por Dayana Amigo y Fernando Godoy, que no hablan, sólo gritan, sin parar. Se impone el humorcillo gritón como el de Yerko Puchento, Sinergía o los locutores hiperventilados de Radioactiva.
Tanto grito baladí ha de ahogar otros más justos y necesarios. Pienso en los que gritan para adentro, como Rodrigo Lira, que sofocó su alarido por tener, entre otras desgracias, "la garganta pa-la-cagá". Cuántos habrá que teniendo todo para levantar la voz no lo logran. El abusado, para no ir más lejos.
Cómo sería si al unísono gritaran desde el simple acosado por la propaganda telefónica de celulares y bancos hasta el victimado por la AFP, la isapre o la tarjeta de crédito que el retail le enchufó en un momento de angustia o distracción, pasando por los abusados de Hugo Montes y tantos tutores católicos. "Estoy cansado de gritar sin voz", escribió Giuseppe Ungaretti, y algo así podría pasarle a muchos, pues allí donde todos gritan, nadie oye.
Pero hay un gritito especialmente grave. Es el que de un tiempo a esta parte los peces gordos van a pegarle al Tribunal Constitucional cuando la Justicia hace con ellos ni más ni menos que su trabajo: justicia. Entonces el TC, ese VAR tendencioso, ese descarado procurador de impunidad, nos gritonea de vuelta y nos deja, como sociedad, sin voz. Militares corruptos pegan el grito y el TC congela las investigaciones. El parlamento avanza en materializar alguna libertad cívica, entonces algún retardatario aliancista pone el grito en el TC y este, vil y servil, anula todo. Es para poner el grito en el cielo.
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