Columna de Pablo Ortúzar: Cómo el proceso constitucional puede salvar la democracia

Foto: Andres Perez

El actual proceso constitucional debe cumplir dos objetivos si quiere salvar el orden democrático de la República de Chile. El primeo es consolidar una tregua sustentable entre las actuales élites políticas, y el segundo es generar mecanismos de incorporación a dicho pacto para las clases medias emergentes. Es decir, articular una tregua de élites que se oriente hacia un nuevo pacto de clases.

La crisis de octubre de 2019 tiene varias dimensiones criminales, pero resulta muy importante entender el apoyo popular a la violencia registrado esos días. ¿Por qué personas pacíficas, que hicieron sus propias marchas sin hacer desmanes, cohonestaron la violencia callejera? Es impopular hacerse esta pregunta hoy, cuando esas mismas personas piden mano dura para devolver el genio destructivo a la botella, pero es muy necesario. ¿Fue la propaganda de izquierda? La respuesta, me parece, es negativa. La izquierda, en general, fue pusilánime y mostró poco compromiso democrático durante el trance, pero no lo crearon ellos. Lo que vemos es una crisis social que tiene que ver con un desajuste entre la estructura institucional y la estructura social del país: la clase media, la de los salidos de la pobreza, es la mayoritaria, pero no tiene una cabida institucional adecuada. Son pobres frente al Mercado y ricos frente al Estado, y reciben lo peor de ambos mundos. Es la unidad doméstica de clase media la que se encuentra colapsada, y de ahí viene la deslegitimación del orden actual. Hace bien leer con detenimiento a Kathya Araujo para entender las dimensiones de este problema. Acaba de sacar un nuevo libro: “Figuras de autoridad”.

Uno de los efectos de octubre fue radicalizar la lucha a muerte entre las facciones de izquierda y derecha de la élite. Lo que he llamado la guerra civil entre Tunquén y Zapallar, pero que bien podría ser entre Ñuñoa y Vitacura. El problema entre las facciones elitistas está vinculado al del desajuste entre estructura institucional y estructura social, pero obedece a una dinámica propia, que el sociólogo estadounidense Peter Turchin llama “sobreproducción de élites”: hay demasiados contendores calificados disputándose los mismos espacios de poder. Y, ya que el espacio de las clases medias es una tierra de nadie, entre las élites nadie quiere ceder un milímetro: nadie quiere caer. La vida de la clase alta chilena (sea de izquierda o derecha) es hoy mucho más competitiva que hace unas cuantas décadas, y eso las encierra en sí mismas y las vuelve más indiferentes a los procesos sociales que involucran a las clases medias emergentes.

El proceso constitucional anterior fracasó, entre otras cosas, porque la élite de izquierda que controló la instancia pretendió imponer un nuevo pacto social basado en “identidades” en vez de en clases, y hacerlo no a partir de una tregua de élites, sino a través de la derrota total de la facción elitista adversaria. En otras palabras, un lote de poder pretendió llevarse la Constitución para la casa, pero no tenía la fuerza para hacerlo, ni logró reunir el apoyo para lograrlo, ya que el texto ni siquiera conectaba, en lo sustantivo, con la nueva clase media. Por no tomarse en serio su trabajo y querer pasar máquina con una especie de “República de las Ñuñoas”, la Convención pasada hizo el ridículo y puso al país en una situación muy complicada.

El proceso constitucional actual nace de la toma de conciencia de que es imposible avanzar en un nuevo pacto de clases sin una tregua de élites previa que lo haga posible. Las facciones elitistas se pueden bloquear hasta la muerte sin generar nada productivo. Para evitarlo, deben pactar una tregua. Este tipo de treguas son un acuerdo respecto a cómo estas facciones disputarán el poder hacia el futuro. Es decir, el problema de la sobreproducción de élites es resuelto mediante reglas de circulación y rotación que sustituyen la confrontación permanente y total. Este tipo de acuerdos está en los orígenes mismos del Estado administrativo, según varias teorías arqueológicas que identifican esta dinámica en la Grecia arcaica: “en suma, nos dice Jonathan Hall, las élites de la Grecia del siglo VII a.C. pactaban entre sí para distribuir, compartir y hacer rotar los cargos a partir de un sistema de autorregulación voluntario que suponía la exclusión de la no-élite”.

Sin embargo, la mera tregua de élites no resuelve el problema de fondo, sino que sólo hace posible resolverlo de manera democrática. La alternativa a los pactos de élites es el enfrentamiento de facciones aristocráticas que no quieren compartir el poder. Siguiendo con el ejemplo de la Grecia arcaica, muchos aristócratas construían liderazgos carismáticos que desafiaban la tregua elitista y apostaban por ganar control total de la Ciudad. A ellos se les conoce después como “tiranos”. La gracia de algunos tiranos es que, para establecer su dominio, se valían de políticas populistas que incluían a sectores del pueblo en el sistema político. Así, la democracia surge de una dialéctica entre los pactos institucionales de las élites y los liderazgos carismáticos de aristócratas populistas, que rompían con las instituciones, pero integraban a miembros de las clases excluidas.

Llevado al presente, el desafío que tenemos es lograr una democratización institucional sin pasar por una versión moderna de una tiranía populista. Esto demanda que la tregua de élites no sólo se traduzca en una estructura institucional más fuerte y legítima, sino también en que esa estructura se abra a las necesidades de las clases medias. Es decir, esta tregua tiene que ser también una negociación respecto a cómo ceder poder y recursos de manera pareja, para incorporar nuevos actores a la mesa. Tal negociación no es simple: si uno se fija en los discursos de las élites de izquierda y derecha, todos se declaran a favor de ceder poder a las clases medias, pero luego asumen estrategias de bloqueo y defensa por miedo a que lo abandonado sea capitalizado por la facción política adversaria, en vez de por esos sectores. Mucho del debate sobre cuánto Estado y cuánto mercado en la provisión de bienes sociales tiene que ver antes con estos intereses de clase que con cualquier otra cosa: el Estado ha sido el coto de caza de la izquierda tanto como el mercado ha sido el de la derecha, y el pacto de renuncia debe exigir un avance de la democratización de ambos espacios, a la vez. Es imposible hacer más habitable el ámbito de la clase media sin expandir, al mismo tiempo, la capacidad tanto del Estado como del mercado de proveer bienes y servicios de calidad a costos razonables.

En simple: casi todos los problemas que hoy se consideran como urgentes requieren, para ser solucionados democráticamente, de una tregua elitaria que termine con la fronda infinita y ponga el Estado en forma, haciéndolo capaz de incorporar a las clases medias al proceso democrático. La nueva Constitución, así, importa para combatir el crimen, el desempleo y la inflación. No es un mero gustito baladí.

Por cierto, es tan complejo y delicado sacar este esfuerzo adelante que muchos ya desesperan. Los sectores extremos de cada facción elitista, por cierto, nunca han estado ni ahí: su juego será el de la tiranía hasta el final. Y claro, con el crimen desatado y la economía a medio morir saltando, la salida autoritaria parece muy persuasiva. Más aún considerando que la experiencia de la dictadura de Pinochet en esos ámbitos hoy es tenida cada vez más en alto. Sin embargo, la tiranía es una ruleta rusa. No tiene por qué proveer lo que promete. Y siempre lo promete todo. No por nada en la época clásica de Grecia los tiranos ya son considerados como lo peor de lo peor.

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