Opinión

120

Nicolás Grau JONNATHAN OYARZUN/ATON CHILE

Hay números que se vuelven metáforas involuntarias de una época. No porque tengan un misterio oculto, sino porque terminan acumulando significados que, puestos en fila, retratan mejor que cualquier discurso el carácter de un gobierno y de sus protagonistas. El 120 es uno de ellos.

Teatinos 120 es, desde hace más de un siglo, la dirección del Ministerio de Hacienda. Allí, en ese edificio severo, se han tomado decisiones que marcaron la prosperidad o la decadencia de Chile. En esos pasillos se diseñó la política fiscal, se discutieron los presupuestos, se elaboraron las reformas tributarias. Era un lugar que imponía respeto: quien llegaba a Teatinos 120 entendía que ya no se trataba de consignas ni de ocurrencias, sino del orden riguroso que exige administrar los recursos de todos.

Y, sin embargo, allí ha llegado Nicolás Grau. Su experiencia más recordada en la administración de fondos públicos no es un paper académico ni una reforma exitosa, sino una fiesta universitaria en la FECh, organizada por él cuando era dirigente estudiantil, que terminó con un hoyo de 120 millones de pesos. La explicación fue tan simple como insólita: “Hicimos una fiesta, y nos fue mal”. El saldo lo cubrió la Universidad de Chile, con plata de todos los contribuyentes, los mismos que Grau pretende gobernar. La anécdota, que en cualquier país sería un estigma, aquí se transforma en antecedente suficiente para sentarse en la silla del ministro de Hacienda.

El número, sin embargo, no se agota allí. Son 120 mil los inmigrantes ilegales que, desde el inicio de este gobierno, han cruzado por pasos clandestinos. Cada uno de ellos es un problema humanitario y, al mismo tiempo, un costo social, de vivienda, de salud y de seguridad que termina pagando el Estado. Lo que para el discurso progresista es una muestra de solidaridad, para la contabilidad fiscal será otra fiesta “que nos salió mal” y que, nuevamente, pagarán los chilenos.

El país, además, acumula un promedio cercano a 120 homicidios mensuales. Un número que revela la violencia creciente y que, al mismo tiempo, constituye un gasto público de magnitudes insospechadas: en tribunales, en policías, en hospitales, en subsidios. Las muertes, en su crudeza, también se traducen en cuentas que alguien debe financiar.

Alrededor de 120 días faltan para aprobar el último Presupuesto. El documento más importante de cualquier gobierno. El testamento económico de Gabriel Boric. Y será escrito por el dúo del déficit, Grau y Javiera Martínez, aquella que fue elevada a la categoría de “mejor directora de Presupuestos de la historia”, a pesar de no achuntarle a ninguna proyección de ingresos. Dos amigos, dos camaradas, dos experimentados en militancia, no en economía. ¿Resultado? El Presupuesto no será un instrumento de orden fiscal, sino la expresión de una irresponsabilidad que consolida el déficit, posterga las reformas urgentes y profundiza el estancamiento económico estructural que ya arrastra Chile.

El contraste es evidente. El Presidente podía haber nombrado a la subsecretaria Berner, una profesional de bajo perfil, con conocimiento del sistema presupuestario, con experiencia en Desarrollo Social y en Hacienda. Podía dar una señal de sobriedad. Y optó por lo contrario: por el amiguismo, por la complicidad ideológica, por un ministro que carece de la credibilidad mínima que el cargo exige.

La ironía es que el Presidente parece no advertirlo. Piensa, quizás, que la amistad basta para suplir la pericia; que la confianza personal es equivalente a la técnica; que el Estado puede administrarse como una asamblea universitaria. Y así, el 120 se transforma en una cifra cargada de símbolos. Es probable que, en el futuro, cuando se recuerde este gobierno, no se hable de sus reformas inconclusas ni de sus discursos grandilocuentes, sino de su capacidad para confundir la seriedad del Estado con la improvisación del activismo estudiantil. Y entonces, el número 120 aparecerá como el epígrafe perfecto: la cifra que reúne, en una sola secuencia, la frivolidad, la incompetencia y la ligereza con que se ejerció el poder.

Al menos, hay una buena noticia: quedan 120 días para elegir a un nuevo Presidente. En poco más de un trimestre, Chile deberá decidir si persiste en el desorden, el amiguismo y la improvisación, o si recupera la seriedad, el mérito y el respeto que el Estado exige. Nicolás Grau no tendrá tiempo de aprender en lo que ha fracasado por décadas; no descubrirá en 120 días la diferencia entre una caja fiscal y una caja de cerveza. Pero el país sí tendrá la oportunidad de recordar que el 120 no solo es la dirección de un ministerio, ni la cifra de un despropósito: puede ser también el conteo regresivo hacia el final de un gobierno que nunca supo gobernar.

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