Asambleas
Con Shakespeare, observó Humberto Giannini a propósito de los rayados, la calle parece un gran libro escrito por un demente. Lo mismo podría decirse de las actas de ciertas asambleas.
Sin embargo, hace unos días concluyó un cónclave, uno a puertas cerradas entre los príncipes jóvenes de la Iglesia, quienes en tiempo record eligieron un monarca vitalicio. ¡Chapeau! Ejemplo de política y de cuyo modelo nadie puede aprender. O, tal vez, si pudiéramos meter la nariz, conociendo en tiempo real sus detalles, se convertiría en un desastre, como en esos experimentos cuánticos en los que el observador modifica (para mal) lo observado.
Todos los que hemos pasado por (o nos hemos quedado atrapados en) universidades sabemos qué es una asamblea, por lo menos, una estudiandil. Sabemos que transcurren muchas veces entre intervenciones a gritos, vítores, pifias, cuando están candentes. Si no, se extinguen en discursos repetitivos, que hacen pensar que el último no escuchó al penúltimo, ni éste al antepenúltimo, así hasta el primero, en quien tampoco podrá descubrirse una bomba de originalidad.
Pues todas esas asambleas tienen ritos conocidos y pautas más o menos ocultas, improvisaciones que no lo son tanto.
Porque la palabra “asamblea” nos hace pensar en una reunión de personas, pero también en una conjunción (conspiración), una constelación y hasta un ensamblaje.
Y las ha habido religiosas y políticas, el caso de iglesias o congregaciones, en el primero; o parlamentos, congresos, en el segundo (además de las de intensos accionistas minoritarios). Sin embargo, durante siglos el teatro también fue una asamblea, notoriamente en Grecia, e indudablemente en los tiempos del isabelino de Shakespeare.
De la misma manera como la lenta construcción de catedrales durante la Edad Media requirió del trabajo de tantos gremios y concitó la atención de sus ciudades completas, expandiendo la asamblea, el teatro inglés de Shakespeare supuso algo de permanentes Estados Generales, desahogos profanos localizados en barrios medio-bajos, en los que se daban cita la plebe, los nobles, los artistas y hasta la monarca.
A falta de actas, disponemos de sus obras en la forma de reconstrucciones a base de las notas de proto-periodistas que entrevistaron a los actores antes de que olvidaran sus líneas para siempre. Curiosamente, la asamblea religiosa puritana clausuró esta otra.
La gracia que tuvo la asamblea del teatro estuvo en que no negaba que tuviera un libreto preestablecido, una detallada superidea en el trasfondo. Quienes participaban de ella, incluido el público, que invadía el escenario, disfrutaba de integrar esta farsa tan genuina. El problema pudo haber comenzado cuando decidimos que las asambleas fueran reuniones de la (supuesta) espontaneidad, un prurito romanticista en el que cae siempre el llamado “poder constituyente”, un exhibicionismo de voluntad colectiva por cuanto tal poco transparente, bien conocido, o mal, qué sé yo, por nosotros los pecadores.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP
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