Columna de Ascanio Cavallo: Carrera no corrida



Hasta antes de terminar el verano, todos los indicios disponibles sugerían que la oposición tendría que triunfar con cierta amplitud en las municipales de octubre, abriendo el paso, cuando menos simbólico, a las metas parlamentaria y presidencial. No hace falta detallar la lista de razones: cada quien puede crear la propia.

Pero en cosa de un par de meses, el panorama ya no es el mismo. ¿Qué ocurrió en el intertanto? Primero, el gobierno recuperó el 30% que parecía estar perdiendo -algunos dicen que por su lado izquierdo, aunque esto es opinable. Segundo, la coalición oficialista, compuesta por 11 partidos, abrazó a la DC y consiguió estructurar un pacto electoral para las municipales a tiempo y con escaso ruido. Tercero, la propia coalición, excesivamente amplia (como lo fue la Concertación en sus primeros años), camina hacia una cierta simplificación en la que es clave la fusión (algo forzosa, hay que decirlo) del Frente Amplio.

Hay otras razones, aunque también las hay para que en algunos aspectos la posición del oficialismo esté más deteriorada que antes. Pero entre las que son de índole estrictamente política, la situación de la oposición ha avanzado en la dirección contraria: sus partidos han aumentado en lugar de disminuir; el pacto municipal ha resultado más que imperfecto, y las listas de competidores se han multiplicado gracias a unas pretensiones en las que es difícil discernir entre la megalomanía y la oligofrenia. Peor aún, algunos de los partidos mayores se han convertido en casas de espejos: una vez que se entra en ellas, aparece una multitud de figuras cuya jerarquía está en continua fuga.

Desde por lo menos la segunda mitad del siglo XX, la derecha ha vivido en torno al mantra de la unidad, acaso motivada por una larga autopercepción de minoría, acaso por sentimientos elitistas ancestrales. Pero cada vez que el mantra es invocado, es porque hay algo que hace inimaginable la tal unidad y se quiere culpar a alguien en particular. El caso de estos años ha sido el surgimiento del Partido Republicano, organizado a la sombra de José Antonio Kast, con una posición de derecha “dura” -ultra, prefieren algunos- que imita las de otras latitudes, aunque, en realidad, ha sido más bien la reacción al desafío lanzado por la “nueva izquierda” del Frente Amplio.

Los republicanos tuvieron un rápido ascenso entre las parlamentarias del 2021 y la elección del Consejo Constitucional del 2023. Kast estuvo en la papeleta presidencial, pero su desempeño en esa segunda vuelta no le permitiría a nadie apostar que lo volverá a conseguir. Desde entonces, los republicanos sólo registran una amenaza de escisión y la derrota de su proyecto de Constitución en diciembre pasado. No hay ninguna evidencia agregada acerca de su peso electoral y quizás sea razonable que quieran confirmarlo en octubre próximo. Razonable no es lo mismo que seguro. Las apuestas estridentes también conducen a derrotas estridentes.

Esto no quiere decir que el Partido Republicano sea el único problema de la oposición. Es probable que Kast y su partido se expliquen como epifenómenos de una pérdida de identidad en la derecha, una desorientación respecto del papel que le cabe en una sociedad compleja, y una enojada rebelión ante el giro centrista que le imprimió el expresidente Sebastián Piñera.

La derecha tiene problemas de una importancia similar con la fragilidad de los liderazgos en los otros partidos tradicionales, en los que desafiar a los dirigentes se ha convertido en una forma de deporte y cada parlamentario parece investido de una dignidad suprema. Estos partidos sólo se encuentran en un discurso común cuando se trata de denunciar al gobierno. Toda oposición necesita mucho más que eso para imponerse a sus adversarios: sin la promesa de un país un poco mejor, un gobierno cualquiera siempre se puede ofrecer como el mal menor.

El investigador principal del Instituto Real Elcano, Carlos Malamud, que lleva tiempo siguiendo las oscilaciones de la política latinoamericana, ha hecho notar que el ciclo de seis años de elecciones oposicionales en la región podría estar en retirada. En ese período, 16 de las 14 elecciones presidenciales favorecieron a las oposiciones (de derecha o izquierda) y también el 76% de las elecciones restantes. Sin embargo, las reelecciones de Nayib Bukele en El Salvador (en febrero pasado) y Luis Abinader en República Dominicana (el 19 de mayo), así como el posible triunfo de Morena en México (la próxima semana), sugieren que esos movimientos pendulares, estimulados por climas de alta polarización, podrían ir en tránsito hacia una fase diferente.

Por supuesto, no es una ley de la historia. Hay más coincidencia que ciencias físicas en esto, pero no es irrazonable pensar que, después de un período conflictivo en el que ninguna posición polarizada ha aportado mucho para salir del estancamiento de estas sociedades, algunas de ellas lleguen a la conclusión de que requieren volver a las experiencias de negociación y consenso que por lo menos les dieron gobernabilidad. El puro empate político, con parlamentos anarquizados, leyes trabadas, acusaciones recíprocas y trucos fallidos, no sólo es estéril. También es cansador.

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