Columna de Matías Rivas: Cómo pasar el frío

Pareja en la cama, Diane Arbus, NYC, 1966.


La indiferencia ante el frío no existe. Invade, se cuela por debajo de las puertas y satura la atmósfera; pasa entre la ropa y se impregna a la piel. Ni siquiera el sol lo espanta. Solo lo desplaza por un tiempo escaso. Sus efectos en el cuerpo y carácter son insospechados. Obliga a tener los músculos apretados, es decir, cansa. A ciertas personas les destruye el ánimo, los deprime; a otros les da energía, afila sus sentidos.

Este invierno se insinúa especialmente crudo. Observo que los cautelosos están listos para enfrentar los cielos encapotados y las bajas temperaturas. Han tomado precauciones aunque se quejan de lo caro que es calentar un ambiente. Los avaros hablan de las ventajas de mantenerse sin calefacción. Señalan que es sano someter el cuerpo al rigor de las estaciones. Creen que la hipotermia es una cuestión que se soluciona con voluntad. Hay también algunos que genuinamente disfrutan de tener la nariz congelada. Provienen del sur o poseen genes nórdicos. Pero la mayoría practica la rutina de pasar horas pegado a una estufa.

Dormir con frío es lo peor, aún más cuando se desea el calor de otro. Solo los amantes conocen el arte de eludir lo gélido. Encerrados pueden olvidarlo todo, especialmente si tienen una cama o un sofá a disposición. La pasión es capaz de disolver las inmediaciones de quienes están involucrados. Diane Arbus sacó dos fotografías memorables de una misma pareja en Nueva York, 1966. Muestran a un hombre y una mujer acostados. Están en una pequeña pieza cuya única luz emana de la lámpara blanca que cuelga del techo. Da la impresión de que hace frío por la cantidad de ropa que tiene la cama y lo vacío del lugar. En una, se miran y tocan, están a medio vestir. En la otra, ella lo masturba a él mientras se besan. Arbus adopta ángulos distintos para enfocar dos instancias. No los invade ni interrumpe. Trasmite la impresión de que nada es capaz de distraer esa unión. Hay una pobreza que contrasta con la intimidad que emana de los gestos de los protagonistas. La genialidad de Arbus consiste en capturar el momento exacto de una situación universal. Esa pareja podría estar en cualquier parte del mundo. Disfrutan del sexo. Son los minutos del gozo, la suspensión del tiempo y del lenguaje. Los cuerpos han dejado de obedecer al entorno, están concentrados en los dictados del inconsciente, de la lujuria.

Maeve Brennan -en una crónica de ese mismo año y de la misma ciudad- relata que “en una mañana verdosa y goteante tras una noche de lluvia” vio en el parque Washington Square a una pareja de jóvenes amantes. Eran las 6 a. m., se cambian de un banco a otro absortos en un juego sentimental sin poner atención a la gente que pasaba. El clima hostil no interfiere en el trance que sostienen.

Cuando era niño recuerdo haber visto a los abrigos de piel como la solución definitiva ante el frío. Eran de lujo, se veía en las películas y, en ocasiones, a mujeres que los usaban para salir de noche. La categoría de la prenda dependía del animal del que estaba hecho. Al tocarlos generaban sensaciones perturbadoras. Después vi a hombres vestidos de manera semejante. Marcel Duchamp poseía un abrigo magnífico. Marguerite Duras ocupaba uno de un animal moteado, tipo leopardo. Descubrí luego, a través de la lectura de un ensayo de Gilles Deleuze, que las pieles estaban asociadas a la crueldad al igual que al frío.

La tristeza y la melancolía son emociones que se cristalizan en las noches congeladas con especial fuerza. Las calles quedan desiertas y la niebla se levanta sobre el suelo. Surgen paisajes que se conectan directo con la soledad. El silencio permite oír ruidos extraños. Los metales de las rejas se ponen húmedos. Encontrar un refugio es un anhelo urgente. Quienes no lo encuentran quedan reducidos al entumecimiento. El frío enferma y mata sin piedad.

Las primeras víctimas suelen ser personas que viven en la calle. El alcohol y ciertas drogas ayudan a huir del dolor. Por eso son comunes entre quienes funcionan subyugados a estas condiciones. Sentir culpa por quienes no consiguen calor es una conciencia mínima que concierne al que disfruta de refugio. Lo inculcan en la educación básica.

La fascinación por el hielo y los paisajes nublados existe. Los adolescentes ocupan poleras con este clima. Algunos deportistas y entusiastas gozan desafiando las inclemencias. Escalan montes con grados bajo cero llenos de arrojo. Sin duda hay un vértigo, un placer, que permite superar la incomodidad. El amor propio de los andinistas y exploradores es temerario.

Las escenas inolvidables de frío abundan en el cine. Mi preferida es de la película de Eric Rohmer, Mi noche con Maud. Es un diálogo entre Jean-Louis Trintignant y Françoise Fabian rodeados de nieve. Él le dice a ella con tono seductor que se conocen apenas hace 24 horas, no obstante, siente que son años. Ella le responde: “Tal vez”.

No hay manera de librarse del frío. Con el tiempo se transforma en una perspectiva de la realidad, un punto de vista que determina las inmediaciones, las distancias y el humor que nos envuelve. El gusto por las sopas aumenta y la fantasía de hibernar cautiva.

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