Columna de Matías Rivas: Opiniones y silencios

Ludwig Wittgenstein.


Las opiniones sobran, hay demasiadas, se anulan unas a otras. Cada uno escucha la que le conviene. Con esas palabras mi hijo Benjamín, de 18 años, me dejó callado mientras íbamos a comer un sándwich. Le respondí –al rato– que había que fijarse en cómo eran emitidas, más allá de lo que aseveraban: en las palabras, el tono y la gramática reside el arte de elucubrar.

Me quedé cruzado con el tema, pues no entendía qué estaba detrás de esa conjetura. Supuse que era una queja por la cháchara ambiental, un llamado al silencio como posibilidad ante los hechos. Concluí, por otra parte, que opinar es un juego social, un sistema que gira en torno al poder y la vanidad, una costumbre asociada a marcar territorio.

Roberto Calasso en su libro Los 44 escalones sostiene que las opiniones tienen un estilo, un formato, que obliga a utilizar frases hechas y moverse en el rango de las hipótesis comunes. La ironía y el dato preciso, esclarecedor, marcan la distinción. Cuando logran liberarse de la coyuntura en la que fueron expresadas, pesan por sí mismas, se convierten en aforismos. Un caso singular al respecto es el Chico Molina, autor sin obras que se recuerda por sus dictámenes. Entre otras, acuñó la máxima: “La novela es la poesía del tonto”.

Hay volúmenes que reúnen afirmaciones de Oscar Wilde. En el juicio que hicieron en su contra, declaró: “Rara vez creo en la verdad de lo que escribo”. Utilizaba la paradoja y la exageración para ilustrar sus observaciones. La agudeza es una cualidad inherente a su escritura, incluso opaca sus otras virtudes. De su obra se han extraído decenas de fragmentos. En El crítico como artista aparece la sentencia: “Sólo una época tan absolutamente egoísta como la nuestra puede glorificar la abnegación”.

James Boswell registró por décadas lo que señalaba el doctor Samuel Johnson. Le hacía preguntas para quedarse con las respuestas. Configuró con este material un trabajo impactante: la biografía de un prócer –extravagante y eminente– relatada desde la experiencia, a partir de la intimidad entablada con él. El modelo viene de la antigüedad. En el siglo III d. C. el historiador Diógenes Laercio sintetizó gran cantidad del conocimiento del pasado en su Vida y opiniones de los filósofos. Es un volumen que reúne anécdotas que ligan las ideas de los pensadores con problemas cotidianos. No explica teorías, se limita a relatar episodios y a reproducir los dichos que se le atribuyen a personajes como Aristóteles o Platón.

La frivolidad es el peligro evidente que corren los aficionados a los veredictos. Confundir lo ligero con lo trivial es un riesgo. Las opiniones son volátiles y pueden tratar de las apariencias y superficies. Su propósito consiste en interpretar un asunto con sagacidad. Las generalidades no sirven. El ingenio es el componente que le otorga originalidad y humor a un comentario.

Sobrevivir al vendaval de apreciaciones sobre la realidad es a veces más difícil que soportar los hechos mismos, aquilatarlos. Las redes sociales han colaborado en aumentar el caudal de opiniones hasta la exasperación. Dan ganas de restarse ante tanto griterío. Pero es difícil, la atmósfera está cargada de voces apelativas. Concentrarse en las pasiones y ejercer la creatividad son atajos parciales.

Hace pocos días murió el filósofo alemán Ernst Tugendhat. Estuvo en Chile durante los años 90 por razones sentimentales. Tuve la suerte de asistir a sus seminarios. En ellos examinaba detenidamente las proposiciones de Ludwig Wittgenstein. Sus clases no eran un sitio para manifestar opiniones. Tampoco le gustaban las sugerencias que soslayaran la tarea de desentrañar cada oración. Se dedicaba a esclarecer el significado con un método que excluía las referencias ajenas a la materia. Pedía centrarse en el texto, no distraerse en detalles estéticos. Quería que encontráramos las ideas a través del análisis del lenguaje. Éramos decenas de estudiantes atónitos ante un profesor impecable. Despreciaba la posmodernidad tan de moda en esos tiempos. Lo suyo era la ética, los problemas vinculados a la muerte, el suicidio y la eutanasia.

Aprendí de Tugendhat con incomodidad. Me enseñó una manera de leer y una actitud desafiante. Sabía que era una eminencia, aunque me irritaba la dureza de su carácter. La tensión que generaba el rigor de su conducta era intensa. Ver a un hombre pensar ante otros es un espectáculo extraño. Implica respetar sus manías, sus pausas y ráfagas intempestivas de lucidez. Caía en trance en el proceso de concebir un concepto. Realizaba un monólogo, y su inspiración se podía cortar producto de cualquier inconveniente. Interrumpir su estado era una desfachatez. Instaba a convertir la subjetividad en arte, transformar en belleza las ocurrencias y evitar las declaraciones ostentosas. Al igual que Wittgenstein, creía que existen cuestiones de las que no se puede hablar. Y que las preguntas que no tienen repuestas están mal hechas. Sabía de memoria el Tractatus logico-philosophicus, en cuyo final dice: “Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico”. Su emplazamiento a sustraerse de las especulaciones vanas es inolvidable.

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