Opinión

Competencia (in)justa

A solo dieciséis días de la primera vuelta presidencial, el país vive una campaña electoral en la que irrumpió con nitidez un fenómeno inquietante: la violencia digital en la disputa política. Más allá de la perfomance de los contendores y los habituales pronósticos de las encuestas, surge una pregunta esencial para cualquier democracia: ¿podemos hablar de una competencia justa cuando las dos candidatas han enfrentado ataques en redes sociales para deslegitimarlas, orquestados desde perfiles anónimos y granjas de bots?

Investigaciones periodísticas han documentado quiénes estarían detrás de estas campañas de odio que han tenido como blanco preferente a Evelyn Matthei, de Chile Vamos, y Jeannette Jara, de la coalición de izquierda. Ambas fueron objeto de operaciones de desinformación para erosionar la confianza del electorado en su liderazgo y capacidad de gobernar.

Este fenómeno tiene nombre: violencia política digital de género, una de las amenazas más persistentes a la integridad e igualdad democrática. Lo cierto es que el poder ya no se juega solo en las urnas ni en los espacios institucionales deliberativos, sino en los algoritmos, que amplifican nuevas formas de hostigamiento e intimidación con una velocidad e impunidad inéditas. La cultura política, por lo tanto, se ha ido contaminando por operaciones de influencia que usan la desinformación y el acoso y hostigamiento virtual para excluir a las lideresas del espacio público.

El reciente estudio del Ministerio de la Mujer y la Universidad de Santiago reveló que casi siete de cada diez candidatas (69 %) sufrieron violencia digital durante la campaña municipal de 2024. De ellas, un 51 % dijo que no quería volver a exponerse, un 41 % pensó en abandonar la política y un 30,9 % limitó su libertad de expresión. Estas cifras muestran que el costo emocional y profesional de participar en política sigue siendo altísimo: la violencia digital actúa como un mecanismo eficaz de desgaste y exclusión.

El fenómeno amenaza la democracia por tres razones. Primero, porque distorsiona el debate público, alterando la circulación de información y manipulando la visibilidad. Segundo, porque trasgrede derechos políticos fundamentales: las mujeres dejan de participar en condiciones de igualdad y reciben un mensaje disciplinador —el poder sigue siendo masculino—. Tercero, porque consolida un sistema de exclusión estructural, alimentado por narrativas antiderechos y agendas regresivas que buscan erosionar los avances en igualdad de género.

Y no se trata de “aguantar” los ataques porque la política es “sin llorar”. Naturalizar la violencia como costo del liderazgo femenino es perpetuar la exclusión y permitir un modelo de competencia política que premia la agresión por razones de género.

Enfrentar esta violencia requiere una tarea compartida entre Estado, instituciones electorales, partidos, plataformas tecnológicas y sociedad civil. El liderazgo político no puede sostenerse sobre un espacio digital donde las mujeres deban aprender a sobrevivir para poder participar.

Eso no es democrático.

Por Alejandra Sepúlveda P. Gerenta Proyecto Integridad electoral y Género (RLAC)-IDEA Internacional

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