El desafío de destrabar el futuro de Chile
El caso del proyecto Dominga se ha transformado en un símbolo. Después de más de una década de tramitación, múltiples resoluciones judiciales, rechazos y reingresos, sigue sin tener la autorización que le permita operar y espera ahora la resolución del Comité de Ministros. Ese laberinto refleja con crudeza un problema mayor: el sistema de permisos en Chile se ha vuelto tan complejo, lento y contradictorio, que está frenando el desarrollo del país.
Chile enfrenta hoy una paradoja. Contamos con una cartera de proyectos de inversión que supera los US$ 100.000 millones, pero gran parte de ese monto se mantiene atrapado por la burocracia. La formación bruta de capital fijo lleva más de una década estancada, con un crecimiento promedio en torno al 1% anual la década pasada, frente al 9,7% que registró en la década previa a 2014. No es casualidad: el exceso de trámites, la discrecionalidad y la falta de certeza jurídica se han transformado en un impuesto invisible, que desincentiva la inversión y nos resta competitividad frente a países que sí ofrecen reglas claras y plazos razonables.
Aunque se han dado pasos importantes, como el proyecto de modernización de permisos sectoriales, no son suficientes para cambiar el curso de la inversión en nuestro país. Mientras que en Chile obtener una Resolución de Calificación Ambiental puede tardar hasta una década -y con riesgos de judicialización, como ilustra el caso de Dominga-, en países de la OCDE procesos similares duran mucho menos. El tiempo es capital, y cada año perdido significa empleos que no se crean, innovación que no despega y oportunidades que se desvanecen.
La permisología no solo afecta a grandes proyectos mineros o energéticos. Lo vemos en inversiones medianas, en infraestructura, en emprendimientos regionales. Cada demora erosiona la confianza, deteriora la competitividad y limita la capacidad del país de generar bienestar.
No se trata de eliminar estándares ambientales ni de bajar la vara de exigencia. Se trata de diseñar un sistema moderno, transparente y predecible, que combine cuidado del entorno con agilidad y certeza. Países como Canadá, Australia y Noruega han demostrado que es posible compatibilizar altos estándares ambientales con marcos regulatorios simples y eficientes.
Este no es un debate técnico, sino político y cultural. A los que aspiran a dirigir Chile en los próximos años les cabe una responsabilidad histórica: liderar un cambio profundo que ponga fin a la burocracia paralizante y a la arbitrariedad que tantas veces se cuela en las decisiones. Porque cuando los proyectos se entrampan, no se castiga a los inversionistas. Se castiga a los trabajadores, a las comunidades y a todo un país que deja de crecer.
Es hora de elegir: ¿seguiremos normalizando la inercia o tendremos la audacia de desatar el potencial que tenemos como nación? Terminar con la permisología asfixiante es, en realidad, abrirle paso a un Chile que vuelve a creer en sí mismo, que vuelve a crecer y que vuelve a soñar en grande.
*El autor de la columna es vicepresidente de Sofofa
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