
Escala de valores

“Es muy difícil para organizaciones emergentes tener vínculos con ese tipo de prácticas”. Así echaba por tierra el entonces diputado Giorgio Jackson cualquier opción de alianzas con el PRO de Marco Enríquez-Ominami, debido a las denuncias por financiamiento irregular de su campaña. “Hemos tomado la definición de mantenernos lo más alejados posible, es algo que para nosotros es esencial”, declaraba convencido el ex presidente de la FEUC.
Corría diciembre de 2016. Luego de elegir tres parlamentarios y dos alcaldes, el Frente Amplio se aprontaba a lanzarse por la presidencia de la mano de Beatriz Sánchez, sobre la base de dos diferencias fundamentales con la izquierda tradicional: superar –no domesticar– el modelo neoliberal; y constituirse como una nueva generación política, alejada de las malas prácticas y del poder empresarial.
A casi una década de distancia, el balance es devastador. No solo porque han tenido que legislar en favor de industrias que amenazaban con desterrar, como las Isapres y las AFP, por más que ahora quieran terminar en forma chapucera con la pesca industrial.
Lo más impactante ha sido el desfonde ético que ha significado el Caso Fundaciones, que puso en evidencia un patrón sistemático para acceder a recursos del Estado, con el manifiesto propósito de financiar la actividad política. Ya sea de manera directa, a través de campañas, o bien de manera indirecta, mediante activismo local.
El “caso cero” fue Democracia Viva, dado a conocer por el medio Timeline en junio de 2023, operación en la que participaron, desde ambos lados del mesón, varios militantes de Revolución Democrática —cuatro se encuentran formalizados, entre ellos la ex presidenta— y en la que se traspasaron $426 millones desde el Minvu de Antofagasta a una fundación que obtuvo su personalidad jurídica recién en febrero de 2022.
A partir de ese momento se abrió una caja de Pandora. Según Ciper, desde que surgió el Frente Amplio en 2017, al menos cinco entidades ligadas a dirigentes de dicho conglomerado han recibido transferencias o fondos públicos: Territorios Colectivos, organización inscrita en abril de 2020, con vínculos con militantes de Convergencia Social, obtuvo una subvención presidencial por $75 millones; Urbanismo Social recibió $109 millones desde la Seremi de Vivienda del Maule, mientras era dirigida por un militante de RD que había sido director jurídico de dicha fundación; Chile Movilizado, organismo de “fachada” según las pericias policiales, facturó $120 millones en servicios ideológicamente falsos para la campaña de Karina Oliva, razón por la que fueron formalizados once militantes de Comunes; y Vértice Urbano, también vinculada a militantes de Comunes, recibió transferencias por $12 millones en 2022.
La guinda de la torta es Pro Cultura, con amplias redes en el gobierno y cuyo director ejecutivo se jactaba de financiar campañas del FA, que pasó de $361 millones a $3.282 millones en transferencias del Estado entre 2021 y 2022.
Hay otros episodios menos decorosos que es mejor ni recordar, como la Corporación Kimün de Diego Ancalao, o el caso Lencería de Camila Polizzi, ambos formalizados y en su momento candidatos independientes con cupos del FA.
El problema no es únicamente la gravedad de los delitos que se imputan, los que tendrán que ser demostrados en tribunales. Lo brutal es la escala de valores —como la definió el propio Jackson— que traslucen estos casos: nepotismo, clientelismo, conflictos de interés, tráfico de influencias y un evidente esfuerzo de captura del aparato público. Pero, sobre todo, una hipocresía feroz, ya que, al no poder acceder a recursos privados por un problema de principios, optaron por la peor de las alternativas: defraudar al Estado.
La escala de valores, finalmente, no solo era diferente. Era la peor de todas.
Por Gonzalo Blumel, Horizontal.
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