Paula

Ingrid Lauw: transformar las cicatrices en arte

Tras superar un cáncer de mama durante la pandemia, la artista paraguaya residente en Chile creó InDermis, una serie de doce sostenes hechos íntegramente de pintura acrílica. Una invitación a ponerse en su piel, en la piel de otras, y hablar de cómo las mujeres se relacionan con su propio cuerpo después del cáncer. “Cuando las mujeres lo ven, hayan tenido cáncer o no, proyectan su propio cuerpo. Se vuelve una especie de espejo”, dice.

Todos los años se diagnostican más de 5.600 casos de cáncer de mama en Chile, y aproximadamente fallecen seis mujeres diariamente por esta enfermedad. La detección temprana aumenta en un 90% las posibilidades de sobrevida.

La artista Ingrid Lauw forma parte de ese porcentaje.

Apenas llevábamos un mes de pandemia cuando estando en su casa, saliendo de la ducha, pasó a rozar una de sus mamas y sintió algo. Era abril de 2020, cuando ir a una clínica u hospital a cualquiera le daba terror, así que llamó a su ginecóloga, quien le dio el número de otro médico. Le dieron hora al día siguiente y a los 20 días ya había comenzado con la quimio. “Me detectaron en una etapa dos. El cáncer ya estaba en los ganglios pero no se había ramificado. Estuve un año en tratamiento”, cuenta.

El cierre de ese ciclo ocurrió el mes pasado, cinco años después del diagnóstico, con la exposición InDermis, montada en Espacio ZINC, en la Región de Valparaíso, donde se registra una de las tasas de sobrevida por cáncer de mama más bajas del país.

“Mi intención con esto era hablar del cáncer de mama, pero desde un lado mucho más emocional, mucho más corpóreo. Uno siente que el cáncer es como un fantasma que está ahí, pero que no te toca. Yo quería hablar de eso, y también de la intimidad. Las mujeres viven esta enfermedad muy solas, muy en silencio y muy separadas de la realidad. ¿Por qué? ¿Por qué tenemos esa vergüenza de estar enfermas?”, se pregunta.

La respuesta la encontró en una red de apoyo. “Estás vulnerable por esta asociación tan fuerte con la muerte, entonces te fragiliza mucho. Pero a mí me pasó algo muy loco: en pandemia hablé abiertamente de que tenía cáncer, y tuve una red deliciosa de gente alrededor, aunque todos estábamos lejos, a través de las pantallas. Lo viví súper acompañada gracias a eso. Creo que eso también te da fuerza para poder normalizar el proceso. Escuché tantas historias de mujeres con hijos grandes que decían: ‘No, yo no quiero cargar a mis hijos con esto’. ¿De qué carga estamos hablando? Como si estuviéramos fallando o hiciéramos algo mal. No entiendo de dónde viene esa visión”.

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Ingrid nació en Paraguay y llegó a Chile a los 18 años. “Venía a estudiar arte o arqueología, no tenía idea qué hacer”, recuerda. Era 1996 y, cuando aterrizó en Santiago, la carrera de Arqueología en la Universidad de Chile estaba en paro. “Mi familia me dijo: ‘No te vamos a financiar una carrera que esté en paro’, así que entré a estudiar arte en la Católica”.

Desde entonces, su vida ha estado marcada por la pintura, pero también por la búsqueda de nuevos lenguajes. “Me interesaba el proceso, cómo la pintura se transformaba, cómo el tiempo se acumulaba en ella. No sólo la imagen final”. A fines de los 90 comenzó a experimentar con lo digital, cuando ese terreno aún era incipiente. Programó una obra sobre memoria y fragmentación, un tema que, sin saberlo entonces, atravesaría toda su trayectoria.

Durante años alternó entre su trabajo artístico y proyectos remunerados. Pasó por varios canales de televisión, colaborando en equipos como los de Vicente Sabatini y Óscar Rodríguez. A los 40 años se casó y tuvo a su primer hijo. Luego vino la pandemia, y con ella, el diagnóstico. Ese golpe la obligó a detenerse, pero también le devolvió los pinceles: “Una amiga artista me invitó a un taller online de pintura. Me dijo: ‘Vamos a hacer un autorretrato’. Le respondí que sí, porque nunca más iba a estar pelada, y era el momento de registrarlo”. Hoy ese cuadro cuelga encima de la mesa de su taller.

Fue el inicio de una nueva etapa creativa que la llevaría a transformar el dolor en arte y las cicatrices en materia.

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En esos días de encierro y tratamientos, Ingrid comenzó a pintar con acrílico, un material que no usaba hace años, y descubrió algo inesperado. “El óleo no podía usarlo porque mi hijo era chico y el olor era muy fuerte. Así que empecé a trabajar con acrílico y me di cuenta de que, al secarse, se formaban unas costras duras”, recuerda.

Esa textura la llevó a pensar en el cuerpo. “Era inevitable no relacionarlo con las heridas, con la piel que se regenera. Me di cuenta de que esas costras eran como las de mi propia piel durante el tratamiento”.

Ese hallazgo técnico la llevó a experimentar formas de sacar la pintura del lienzo, que es algo que siempre había querido hacer.

Probó con moldes de encaje, inspirada en los stencils florales que solía usar, hasta descubrir que en la repostería existían moldes de silicona para hacer encajes de azúcar. “Mandé a pedir varios por internet y comencé a aplicar capas de pintura sobre ellos. La pintura se secaba, la despegaba, y quedaba una pieza completamente hecha de pintura, sin tela”. De ese proceso nació su primera obra: Mastectomía, un sostén construido únicamente con pintura. “Era, en realidad, un autorretrato. Usé tonos piel, pero también verdes y amarillos, los colores de los moretones que me quedaban en el cuerpo. Me daba pudor mostrarlo. Lo dejé colgado en mi taller”.

Con el tiempo, esa pieza se rompió, así que decidió bordarla sobre lino y colgarla de un soporte de suero, como los que se usan en las quimioterapias. “Ahí se cerró el círculo. Esa obra se terminó recién este año, cuatro años después. Sentí que se completaba todo: la pintura, el cuerpo, la memoria y la vida”.

De esa primera obra surgió la idea de algo mayor. “Tenía este primer sostén, Mastectomía, y pensaba cómo podía transformarlo en una serie. Busqué un número que tuviera sentido, y encontré que, según la OMS, una de cada doce mujeres tendrá cáncer de mama. Entonces decidí que serían doce sostenes hechos íntegramente de pintura”, explica.

Con ese proyecto postuló al Fondart y ganó. A partir de ahí, comenzó a crear las piezas que hoy conforman InDermis, cada una distinta a la otra, construida a partir de capas, texturas y colores donados. “Todos son tonos piel. Y cada tono fue donado por una persona: haya tenido cáncer o no. El color del pezón, las pecas, los lunares, las manchas, todo eso aparece en las piezas. Me interesaba hablar de diversidad, de cuerpos reales”.

El proceso fue minucioso y emocional. En algunos casos, acumuló muchas capas de pintura; en otros, cortó moldes de sastrería y los unió con más acrílico para formar volúmenes distintos. Finalmente, todas las piezas fueron montadas sobre soportes de madera pintados en un tono “verde vena”, un color usado desde la Edad Media en la representación de la piel. “Ese verde era necesario para que los colores no se vieran plásticos. Es una base que da vida”.

El tamaño, además, se uniformó en una talla M chilena de torso. “Para mí era importante que el sostén abrazara la tabla. Que estuviera literalmente sostenido. Cuando las mujeres lo ven, hayan tenido cáncer o no, proyectan su propio cuerpo. Se vuelve una especie de espejo”. Y es que en octubre, cuando la cinta rosada se multiplica por todas partes, Ingrid propone otro tipo de recordatorio: uno más silencioso, corporal y humano. “Ese era mi objetivo”, dice. “Mostrar el cáncer de una manera distinta, sin el dramatismo de la enfermedad ni la frialdad de las campañas. Quería que la gente se acercara a mirar, que sintiera curiosidad, que viera la belleza en algo que también es doloroso”.

Y también quería hacer una invitación a pensar en cómo las mujeres se relacionan con su propia piel después del cáncer, cuando el discurso heroico de la sobreviviente deja fuera lo que viene después: la reconciliación con el cuerpo, las marcas, la nueva sensibilidad. “Siempre se celebra que te salvaste, pero nadie habla de lo que significa mirarte al espejo después. Esto tiene que ver con eso: con volver a reconocerte, con encontrar belleza en lo que se rompió”, dice.

Pero sobre todo tiene que ver con la generosidad de una artista, de una mujer que decidió poner su experiencia al servicio de otras. O como dice el periodista y curador Marcelo Aravena: “La obra de Ingrid Lauw estremece los cimientos hasta de las almas más inconmovibles. En ella no solo hay la irrechazable verdad de la experiencia; de esa entereza capaz de enfrentar un diagnóstico funesto, de la valentía al resistir y aguantar un tortuoso tratamiento, de aferrarse a la vida con uñas y dientes, de informar y comunicar a cada una de las células de su cuerpo el deseo de sobrevivir. También su obra expresa compasión, ese lugar donde uno deja de ser el yo y su circunstancia, sino que puente y conexión, empatía y contención”.

VictoriaJensenEscudero
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