Corazones pop (remix)

Cuando apareció en mayo de 1990, los viejos fans de Los Prisioneros criticaron a Corazones porque no tenía el nervio contestatario, pero lo tenía, solo que de un modo que ellos no percibían: estampado en lentejuelas y lamé, anunciando las nuevas revoluciones no aptas para baño de varones.


Fue hace treinta años ya, y tal como hoy, eran tiempos difíciles, pero había epifanías, momentos de descubrimiento, minutos en los que algo nuevo cobraba forma ante mis ojos y mis oídos. Eso era el pop para mi desde niño. Una experiencia espiritual, el suave cepillo que lustraba mis sentidos y me empujaba a escuchar una y otra vez una canción, ver su video, quedarme contemplando su carátula, tratando de adivinar qué sucedía en la realidad lejana y paralela en donde se facturaba esa pieza mágica de música, en qué estarían sus ejecutantes, cómo decorarían sus habitaciones, dónde compraban su ropa, quién les coloreaba el pelo. Los impermeables de Human League en el video de “Don’t you love me”, el peinado de Desireless en “Voyage Voyage”, la mansión de Tomas Dolby en “She Blinded Me with Science”, el bar de Frankie Goes to Hollywood en el video de “Relax”. Todo esto transcurría en mi pieza, dominada por un gran collage de fotocopias coloreadas por mí mismo de las fotos que Pierre et Gilles hicieron de Vince Clarke y Andy Bell para el librito de las letras de canciones de Wild! El pop como el camp, es un estado religioso más que una mera pieza musical, una comunión mística de elementos disímiles y arbitrarios que logran un efecto al mismo tiempo fugaz y persistente. “Cuéntame una historia original”, “Amiga mía”. Sensatez, sentimiento y sensiblería rematada en un bordado agridulce de coreografías y melodías que explotan para permanecer balanceándose placenteramente entre los pensamientos y las ensoñaciones. Bailando, me pasaba el día bailando. El pop es la droga dura de los marginados de la pichanga del recreo, al menos eso era para mí y para mi entrañable amigo Ale. Las coreografías de Pia Zadora, los globos de Nina elevándose sobre la cortina de acero y nosotros ensayando una estrategia de asalto a la adolescencia.

Andy Bell y Vince Clarke, de Erasure, por Pierre et Gilles.

La vida era éxtasis en los tres minutos y medio de un single pop con el maullido celestial de los sintetizadores. Introducción, puente, estribillo, felicidad. Eso me sucedió con OMD y Yazoo, con Depeche Mode y Duran Duran, con Eurythmics y Pegamoides.

Eso ocurría cada vez que lograba encontrar una pequeña nota sobre alguno de mis grupos favoritos en las revistas de adolescentes. Cuando le perdí la pista a Alison Moyet y supe que Siobhan Fahey había abandonado Bananarama o cuando Alaska anunciaba que su novio era un Zombie. Eso jamás me pasó con Los Prisioneros. O más bien no me pasó sino hasta hace treinta años, con Corazones, cuando el pop dejó de estar disfrazado en la actitud rockero rudo de plantilla y el sonido se rindió a un espíritu de la época: Corazones era un disco para todo eso que había permanecido clausurado por la urgencia de respirar durante la asfixia impuesta por la dictadura. Fue la alegría de un punto final y la esperanza de un nuevo comienzo.

Antes de Corazones para mí Los Prisioneros eran una banda en blanco y negro. Me gustaba el ladrido de la intro de “El baile de los que sobran” porque se parecía al de los perros del inicio de “Suburbia” de los Pet Shop Boys. Ambas canciones tenían un tono similar de desencanto, merodeaban el mismo tema —la marginalidad urbana— pero en la de Los Prisioneros había algo crudo, sin posibilidad de ironía, una rabia devastadora y melancólica que apenas rozaba la metáfora. Algo tan cercano al rigor de los tiempos, que se me hacía pesado. Tampoco sucedió con “Muevan las industrias”, otra canción que estuvo en el filo de mi aceptación: no había guitarras perturbadoras y la percusión programada era como la del single “Japón” de Mecano, aquel artilugio fascinante del tercer disco de los españoles cuando transitaban del new romantic al tecno pop. Pero “Muevan las industrias” esquivaba la clave bailable y se agotaba en la insinuación de algo mejor que no terminaba de llegar en Estado de Sitio. Que grande se viene el río, que grande se va a la mar, anunciaban los UPA!

La duda y la distancia con Los Prisioneros se disiparon, sin embargo, en Corazones.

Recuerdo las primeras reseñas de los críticos de aquel entonces: Corazones los decepcionó. Era otro registro, otra galaxia a la que no estaban dispuestos a rendirse. Algunos refugiaron su disgusto con el alejamiento de Claudio Narea. Yo ni lo noté. Hasta ese momento apenas distinguía a los integrantes de la banda: se parecían mucho, en las fotos lucían como un trío de primos. No había director artístico, y si lo había no lo dejaban actuar. Corazones fue lo que tenía que haber sido: un cambio de espíritu y un cambio de época. El disgusto de la crítica del momento solo apuntaba a una especie de conservadurismo de postureo viril que estaba a la expectativa del dictamen externo, el que les aleccionó para enarbolar la secta del grunge, al que se rendirían sin reserva con el ánimo del groupie y la militancia del integrista. Corazones era una pieza pop sublime que merecía mi reconocimiento. Para mí Los Prisioneros fueron el video de “Tren al sur”, que grabé en VHS y el sarcasmo sostenido de “Noche en la ciudad”. Era también Cecilia Aguayo, mi prisionera inmortal, en su rol de Nick Rhodes, dándole lustre a “Estrechez de corazón”: una adelantada que fue a ese disco lo que Neil Tennant al debut de Electronic.

Los viejos fans de la banda criticaron a Corazones porque no tenía el nervio contestatario, pero lo tenía, solo que de un modo que ellos no percibían: estampado en lentejuelas y lamé, anunciando las nuevas revoluciones no aptas para baño de varones. ¿No es acaso “Corazones rojos”, grabado originalmente por Cleopatras, un himno contra la misoginia patriarcal cotidiana? ¿No es “Noche en la ciudad” el eco del toque de queda que ha vuelto en formato de pandemia? El disco completo es un hábitat plácido y estimulante donde tumbarse o bailar o sencillamente abandonarse sin la necesidad de llenar el formulario del rockero, aquel que busca en la música una moral y en el estribillo un código de conducta. Para mí Los Prisioneros aparecieron el día que se liberaron del grillete severo y culposo que los ataba a la ley de la pichanga del recreo y se vinieron conmigo y con mis amigos de paseo a respirar adentro y hondo, alegrías del corazón.

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