Derby, Vermont: un relato de Jaime Bayly

AP Foto/Brynn Anderson

Una vez que llegan a Montreal y se acomodan en el hotel Ritz, Barclays se desliza presuroso a uno de sus placeres furtivos, inconfesables en esa ciudad: a pesar de que no tiene urgencia de evacuar el vientre, se baja los pantalones y se sienta en el inodoro. ¿Por qué lo hace?


Cuando Barclays era todavía un escritor de cierto prestigio marginal, visitaba todos los años el festival literario de Montreal. Como dicho festival se llevaba a cabo en el invierno canadiense, en marzo, Barclays procuraba mitigar el frío apareándose o amancebándose con alguna joven lectora de sus novelas. Fue así como conoció a Ingrid, chica mala, tatuada, amante de la marihuana, con quien pasaba horas en la cama, evitando los actos culturales del festival en la medida de lo posible. Fue así también como conoció a Brenda: pudieron ser amantes, pero eligieron ser amigos, porque Brenda se había enamorado de un actor ruso, quien se hallaba de paso por Montreal con su compañía teatral.

Brenda era extraordinariamente inteligente y atractiva. Había leído las novelas de Barclays en español. Hablaba el español como andaluza porque había vivido en Sevilla. Sus lenguas maternas eran el francés y el inglés. Nacida en Montreal, pertenecía a la familia Labatt, fundadora de la legendaria cerveza canadiense Labatt. Su abuelo, John Labatt, fue secuestrado, pero salvó la vida. Su madre, Mary Labatt, heredó el imperio cervecero canadiense. Brenda creció en una familia rica, privilegiada, disfrutando de todas las comodidades: una mansión en Montreal, una finca en Vermont, un piso en Nueva York y otro en París. Desde muy joven, reveló que su pasión era el arte, las artes: la música, los libros, la danza, la pintura. Se educó en Europa, vivió varios años en Sevilla, tuvo novios andaluces. Era amiga de Mick Jagger, de Leonard Cohen, de Bob Dylan. Por su belleza y su inteligencia, conquistaba a quien le daba la gana.

Brenda había leído las novelas de Barclays publicadas por la editorial Anagrama. Se vendían en una librería preciosa del barrio de Westmount, el vecindario angloparlante de Montreal, donde ella vivía. Pudieron ser amantes, pero Brenda estaba enamorándose del actor ruso y Barclays se había enganchado con Ingrid, la chica mala, tatuada, amante de la marihuana, y entonces prefirieron ser amigos. Fue una gran decisión. Tantos años después, siguen siendo amigos.

Ahora Barclays, su esposa Silvia y su hija Zoe han vuelto a Montreal, huyendo del calor agobiante de Miami. Zoe está de vacaciones en el colegio. Silvia ama Canadá, Quebec, Montreal; ama Canadá, British Columbia, Vancouver, Whistler: siempre está dispuesta a viajar a ese país tranquilo, ordenado, amable, acogedor, bien sea en invierno, a esquiar, o en verano, a disfrutar del clima fresco, benigno.

Una vez que llegan a Montreal y se acomodan en el hotel Ritz, Barclays se desliza presuroso a uno de sus placeres furtivos, inconfesables en esa ciudad: a pesar de que no tiene urgencia de evacuar el vientre, se baja los pantalones y se sienta en el inodoro. ¿Por qué lo hace? Porque desea administrarse un placer acuático indecible. En efecto, aprieta un botón y un chorro de agua caliente humedece, masajea y suaviza aquella zona, la ermita o gruta anal y sus alrededores yermos, mientras el escritor cierra los ojos y disfruta. Luego aprieta otros botones que disparan chorros en otras potencias, otras direcciones, otras temperaturas: un festival acuático-anal que Barclays solo ha encontrado en ese hotel de Montreal y en ningún otro de los muchos hoteles que ha visitado. Barclays cierra los ojos y piensa que un enano está allí abajo, flotando en el inodoro, regando con una manguera de aguas cálidas el jardín innoble, envenenado del escritor, un enano bombero disparando su manguera profesional sobre aquel incendio en el patio trasero chamuscado del escritor:

-Dispara tu manguera, enano del orto -le habla Barclays a ese bombero imaginario, mientras el retrete de Montreal lo hunde en unos placeres mórbidos que evocan el pasado.

No será fácil ver a Brenda y su familia. No están en Montreal. Se encuentran en la finca familiar que compró el padre de Brenda, ya fallecido: un campo de sesenta hectáreas en el pueblo de Derby, al norte de Vermont. Pero Barclays y su familia están convencidos de que deben ir a la hacienda de Brenda. Por eso alquilan una camioneta y conducen doscientos kilómetros hasta llegar al cruce de la frontera. En el puesto fronterizo de Derby, un oficial con uniforme y sombrero les da la bienvenida a los Estados Unidos y les pregunta si traen comida o alcohol.

-Solo traemos manzanas y bananas para los caballos de nuestra amiga Brenda -dice Barclays.

No debió decir tal cosa. El oficial les confisca las frutas.

Una vez en suelo estadounidense, se detienen en una gasolinera. Todo el aire del pueblo de Derby, Vermont, huele a estiércol de caballo. Dondequiera que vayan, siempre huele como si un caballo hubiera defecado en sus zapatos.

Brenda, el actor ruso Vitali y su hija María saludan con entusiasmo a los visitantes, los Barclays. Pasean por la finca. Es una tarde fresca, soleada. Aquella hacienda es el paraíso: tiene una laguna con patos y peces donde uno puede bañarse; una cancha de tenis; un sauna y una cámara de vapor en medio del bosque; y animales bellos por todas partes: los caballos están en el establo, cada uno en su espaciosa caballeriza, y comen de la mano de los visitantes; los gallos negros y blancos se alborotan y erizan sus crestas rojas carnosas; los coyotes observan agazapados en el bosque, sin intención hostil; los venados pasean por los vastos campos de la hacienda, sabiendo que están protegidos, que allí nadie los cazará, como en otras fincas cercanas, de las que huyen para salvar la vida; y hay hasta una osa negra con sus tres cachorros, que no atacan a Brenda, pues la conocen y al parecer confían en ella, aunque tampoco le permiten que se acerque demasiado. De pronto, cae una lluvia torrencial. Los Barclays y los Labatt corren a la casa. No toman cerveza Labatt canadiense, el origen de la fortuna de la familia de Brenda. Toman vino tinto. Pero Brenda no toma vino. Lo explica así:

-Cuando me dio cáncer, le prometí a Dios que, si me curaba, no tomaría más vino. Y me curé. Por eso no tomo vino. ¡Ahora solo tomo vodka!

Vitali ama vivir en la finca. Construye con sus propias manos unas mesas preciosas de pino y cerezo. Cuenta que está grabando una serie en Toronto:

-Siempre me llaman para hacer el papel del ruso malo. Como ahora los rusos somos todos malos, me llaman todo el tiempo.

Se habla en inglés: Brenda puede hacerlo en español, pero Vitali no entiende dicha lengua. Hay una montaña de quesos deliciosos. Hay dos perros grandes, nobles, rescatados, que comen quesos de la mano de Barclays. Hay un gato grande, negro y gordo, Papito, que se amista pronto con Silvia. Hay conejos en el piso superior, en la habitación de María. Zoe está en el paraíso. Quiere quedarse a dormir allí con su amiga María. Pero, después de la cena, que Vitali ha preparado con paciencia, un lomo a la parrilla exquisito, los Barclays anuncian que deben irse. Han reservado una suite en un hotelito cercano a la finca, a solo diez minutos en la camioneta, el Derby Line Inn, de tres estrellas, aprobado por Brenda.

Pasadas las diez de la noche, los Barclays tocan el timbre de ese hotelito. Nadie abre. Resuelta, Silvia abre una puerta, abre una segunda puerta y entran al hotel de tres estrellas. A lo lejos se oye la voz de una mujer. No saben de dónde proviene. Es una señora mayor, vieja, viejísima, muy pálida, transparente, translúcida, sentada lejos, en una esquina del comedor. No se sabe si está viva o es un fantasma.

-¿Qué desean? -pregunta aquella criatura fantasmagórica.

-Somos la familia Barclays -dice el escritor-. Tenemos una reserva.

La viejita los mira con recelo, encorvada, la cabeza hundida entre los hombros.

-Busquen a Paula -dice, y permanece absorta, en otro mundo, en el más allá.

-Vámonos -dice Silvia, en voz baja.

Pero Barclays empieza a recorrer los salones de la casa de tres pisos:

-¿Paula? ¿Paula? ¿Paula?

Nadie contesta. La voz de Barclays retorna como un eco fantasmagórico.

-Esta es una película de terror -dice Silvia, que raramente se asusta.

-¿Paula? -sigue gritando Barclays, imprudente, asomándose a la cocina.

De pronto una sombra aparece detrás de una puerta crujiente. Silvia y Zoe dan un respingo. Parece un fantasma. Es otra mujer mayor, vieja, viejísima, pálida, transparente, translúcida.

-Yo soy Paula -dice, secamente-. ¿Qué quieren?

Puede ser la hija de la vieja afantasmada, o su hermana espectral. No parecen vivas, o no del todo. Están penando, levitando, hechas de humo o de niebla, y no sonríen, sus ojos parecen acuosos, unas bolitas vidriosas, unas canicas.

-Somos los Barclays -dice el escritor-. Tenemos una reserva.

-Pensé que ya no llegarían -dice Paula.

Luego camina o flota hacia una mesa donde hay llaves muy grandes, de otros tiempos.

-Venimos a disculparnos, porque no podemos quedarnos a dormir esta noche -toma la iniciativa Silvia.

Desgreñada, en camisón y pantuflas, Paula la mira con fatiga centenaria y pregunta:

-¿Por qué?

-Porque tenemos que volver a Montreal -dice Silvia, asustada.

De inmediato, Barclays saca su billetera y le da varios billetes en dólares americanos.

-Mil disculpas -le dice-. De todos modos, le vamos a pagar la habitación, aunque no la ocupemos.

-Ustedes le hacen un daño a mi negocio -protesta Paula, mientras recibe el dinero.

-Nos vamos -dice Silvia.

-Hasta pronto, Paula -le dice Barclays, pero la vieja translúcida, fantasmagórica, no responde.

Los Barclays salen a toda prisa, entran en la camioneta y huyen de allí, aterrados.

-Me sentía en una película de terror -dice Silvia-. Esas viejas parecían personajes de Masacre en Texas. ¡En cualquier momento sacaban una sierra eléctrica o un hacha y nos cortaban la cabeza!

Zoe ríe a carcajadas: no olvidará aquel día en Derby, Vermont.

Tras pasar el cruce fronterizo, de regreso en Canadá, Silvia llama a Brenda y le cuenta el episodio terrorífico en el hotel. Brenda le dice:

-Esa casa, antes de ser hotel, era del médico del pueblo. Yo fui novia de su hijo. Iba a esa casa muy a menudo. Tenía quince años, el chaval apenas diecisiete. Y un día el médico mató a su familia y se suicidó. Todos en este pueblo sabemos que los espíritus de esa familia siguen viviendo allí.

-¡Debiste avisarnos! -le dice Silvia, riendo.

Luego conducen doscientos kilómetros hasta llegar al Ritz de Montreal. Una vez en su suite, Barclays recuerda un dicho sabio de Wilde: la mejor manera de combatir una tentación es entregándote a ella. Por eso se sienta en el inodoro y aprieta el botón que dispara el chorro de agua caliente.

-Te extrañé, enano del orto -dice.

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