Entre la neurosis y las armas químicas: así fue el terrible Frente Occidental de la Primera Guerra Mundial

Felix Kammerer, como Paul Bäumer. Sin novedad en el frente. Foto: Reiner Bajo. Cortesía Netflix.

Con cuatro estatuillas en los últimos Premios Oscar, el filme Sin novedad en el frente relató uno de los hitos más terribles de la llamada "Gran Guerra", las trincheras en el llamado Frente Occidental. ¿Cómo se originaron?, ¿En qué condiciones se luchaba? Acá damos cuenta de un suceso que la película de Edward Berger representó en su magnitud.


Los pocos compañeros que tenían, además de sus camaradas de armas, eran las ratas y los piojos. En esas húmedas zanjas de 3 metros de profundidad, de tierra, sacos de arena y palos, las cosas se movieron muy poco en aquellos escasos kilómetros a la redonda. En casi 4 años, hubo pocas novedades en el llamado Frente Occidental, es decir, la zona donde confluían Francia, Bélgica y Alemania.

Era uno de los frentes donde se peleó la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918. Curiosamente el origen de este gran “bache” se debió a un plan de guerra alemán, el llamado “Plan Schlieffen” (por su creador, el general Alfred von Schlieffen). Ante la amenaza de una invasión por ambos lados -por los aliados francobritánicos por el occidente, y los rusos, por el oriente-, y de su participación obligada en los Balcanes apoyando a sus aliados de Austria-Hungría, el Imperio Alemán decidió moverse.

El Frente Occidental durante la Primera Guerra Mundial.

“El plan alemán consistía en aplastar rápidamente a Francia en el oeste y luego actuar con la misma rapidez en el este para eliminar a Rusia antes de que el imperio del zar pudiera organizar con eficacia todos sus ingentes efectivos militares -señala el historiador Eric Hobsbawm en su clásico Historia del siglo XX-. Al igual que ocurriría posteriormente, la idea de Alemania era llevar a cabo una campaña relámpago (que en la segunda guerra mundial se conocería con el nombre de Blitzkrieg) porque no podía actuar de otra manera”.

En rigor, el “Plan Schlieffen” fue modificado por el general Helmuth Johannes Ludwig von Moltke, quien a contrapelo de la idea original, no envió todo el contingente alemán a Francia, reservando una parte para el frente occidental. Y la movida casi le resulta. A solo 5 o 6 semanas de iniciado el conflicto, y atravesando a la neutral Bélgica, los alemanes llegaron rápidamente a las cercanías de París, donde fueron detenido, cerca del río Marne. Luego, señala Hobsbawm, ocurrió algo inesperado: “(Los alemanes) se retiraron ligeramente y ambos bandos —los franceses apoyados por lo que quedaba de los belgas y por un ejército de tierra británico que muy pronto adquirió ingentes proporciones— improvisaron líneas paralelas de trincheras y fortificaciones defensivas que se extendían sin solución de continuidad desde la costa del canal de la Mancha en Flandes hasta la frontera suiza, dejando en manos de los alemanes una extensa zona de la parte oriental de Francia y Bélgica”.

Sin novedad en el frente. Foto: Reiner Bajo

Así nació el Frente Occidental, el que se muestra en toda su horrorosa densidad en la galardonada película alemana Sin novedad en el frente, de Edward Berger, que en los últimos Premios Oscar se quedó con las estatuillas a Mejor película internacional, Mejor fotografía, Mejor banda sonora y Mejor diseño de producción. Y, tal como aparece en el filme, Hobsbwam señala: “Las posiciones apenas se modificaron durante los tres años y medio siguientes”.

En su Breve Historia de la Primera Guerra Mundial: La Gran Guerra, el historiador Scott S. F. Meaker señala: “Construidas apresuradamente, se esperaba que fuesen una táctica temporal, pero a medida que la guerra seguía su curso las trincheras seguían teniendo un papel principal. Al final de 1914 había unos 750 kilómetros de trincheras desde el Mar del Norte hasta Suiza atravesando Francia y Bélgica”. Contra lo que pudiera creerse, no estaban construidas en línea recta, sino de manera irregular. “No formaban líneas rectas, sino que estaban cavadas haciendo curvas y zigzag y varias líneas eran cavadas en paralelo. La trinchera en primera línea estaba a unos cuarenta y cinco metros del enemigo aunque en ocasiones ligeramente más lejos. Además de los sacos de arena, se utilizaba alambre de espino; si el enemigo conseguía sobrepasar el alambre, no resultaría tan fácil abrir fuego debido a la forma de zigzag en la que las trincheras estaban cavadas”.

La vida en las trincheras era durísima para quienes estuvieron allí. Scott S. F. Meaker señala que en los campos de la vieja Europa, comenzaron a verse nuevos y devastadores inventos de la industria de la muerte: “La tecnología estaba cambiando la forma de guerra. Algo tan sencillo como un alambre de espino marcaba una gran diferencia a la hora de repeler la infantería enemiga. El combate mano a mano en el campo de batalla fue sustituido a causa de la nueva artillería disponible. Con una ametralladora un soldado podía causar más daño que con una bayoneta”.

Y en esos campos, como se ve en el filme, se probaron las nuevas armas químicas. “El concepto de guerra química se creó en la Primera Guerra Mundial -dice Meaker-. Era un procedimiento lento y desagradable a ser utilizado en la guerra de trincheras. Nubes de gas tóxico se adentraban en el territorio y en las trincheras donde soldados eran neutralizados o matados por él. El gas lacrimógeno y el gas mostaza hacían a los soldados enfermar y el fosgeno y el cloro los mataba lenta y dolorosamente. El gas mostaza también podía ser mortal si la dosis era suficientemente alta. Las víctimas de este gas tardaban semanas en morir. Por todo esto las máscaras de gas se convirtieron en un útil más del equipamiento de los soldados”.

Los ataques, indica Meaker, generalmente ocurrían de noche, mientras que en el día se trabajaba en mantener las trincheras. Pronto, no solo los enemigos serían los de otro bando, también se sumaban los obstáculos naturales, como la lluvia. “Cuando llovía, (las trincheras) se llenaban de agua y tenían que ser desaguadas. Si eran atacadas, tenían que ser reparadas. Se necesitaban suministros constantemente y tenían que trabajar en el mantenimiento las zonas de descanso y las letrinas”. A la vez, surgió otro problema, el “Pie de trinchera”, quera silencioso, pero mortífero a la larga. “Cuando se llenaban de agua, tenían que estar de pie de cualquier manera, por lo que los pies se empapaban del barro del fondo. Los pies se pudrían hasta el punto de sufrir gangrena. No se trataba de agua estancada como el de un charco. Las trincheras no siempre tenían buenas letrinas y no siempre era sencillo sacar los cuerpos sin vida, por lo que en el barro habría aguas fecales y cuerpos pudriendo”.

Como se ve en el filme, otro mal que causó estragos en los soldados fueron los problemas mentales. “Uno de los resultados de la guerra de trincheras fue la enfermedad conocida como neurosis -indica Meaker-. Los síntomas eran tics, problemas de visión y oído, parálisis e insomnio. Además, los soldados podían llegar a padecer catatonía. Al principio parecía que la enfermedad era causada por los gases pero la causa resultó ser psicológica: influían las condiciones de vida, los disparos constantes y las granadas que el enemigo continuamente lanzaba”.

Sin embargo, factores como la entrada de Estados Unidos a la guerra, por el bando aliado, la misma extensión del conflicto y el surgimiento de disensos internos (como la revolución de noviembre de 1918), hicieron que Alemania se fuera debilitando y poco a poco se hiciera evidente que ya no podía seguir sosteniendo el conflicto. Así, en un vagón de tren en el bosque de Compiègn, los alemanes firmaron un armisticio el que entró en vigor (como aparece en el filme) A las 11 de la mañana del 11 de noviembre de 1918 (”a la undécima hora del undécimo día del undécimo mes”).

Los números fueron brutales, como asegura Hobsbawm. “Los franceses perdieron casi el 20 por 100 de sus hombres en edad militar, y si se incluye a los prisioneros de guerra, los heridos y los inválidos permanentes y desfigurados —los gueules cassés (’caras partidas’) que al acabar las hostilidades serían un vivido recuerdo de la guerra—, sólo algo más de un tercio de los soldados franceses salieron indemnes del conflicto. Esa misma proporción puede aplicarse a los cinco millones de soldados británicos. Gran Bretaña perdió una generación, medio millón de hombres que no habían cumplido aún los treinta años (Winter, 1986, p. 83), en su mayor parte de las capas altas, cuyos jóvenes, obligados a dar ejemplo en su condición de oficiales, avanzaban al frente de sus hombres y eran, por tanto, los primeros en caer. Una cuarta parte de los alumnos de Oxford y Cambridge de menos de 25 años que sirvieron en el ejército británico en 1914 perdieron la vida (Winter, 1986, p. 98). En las filas alemanas, el número de muertos fue mayor aún que en el ejército francés, aunque fue inferior la proporción de bajas en el grupo de población en edad militar, mucho más numeroso (el 13 por 100). Incluso las pérdidas aparentemente modestas de los Estados Unidos (116.000, frente a 1,6 millones de franceses, casi 800.000 británicos y 1,8 millones de alemanes) ponen de relieve el carácter sanguinario del frente occidental, el único en que lucharon”.

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