
La democracia estrecha
En tiempos donde la polarización parece haber desbordado lo ideológico y se vuelve identitaria, es poco atractivo defender a quienes se dedican a la política. Pero es esencial hacerlo si es que queremos atraer a los mejores talentos y capacidades para hacerse cargo de nuestras instituciones.

Uno de los problemas que se suele citar en nuestra democracia es uno de representatividad: quienes nos gobiernan y legislan en nuestro nombre no se parecerían al resto de la población. A veces eso tiene que ver con características evidentes, como el género, la educación o el origen geográfico, pero en otros casos tiene que ver con formas de liderazgo o maneras de ejercer el poder. Si bien no hay fórmula perfecta de resolver ese dilema, sí es importante reconocer aquellos comportamientos que alejan a mucha gente de la política, que convierten a nuestra democracia en un camino estrecho por el que pasan los pocos que lo aguantan y no, necesariamente, los mejores.
Dos eventos ocurrieron la semana pasada que retratan el nivel de agresividad que tienen que recibir quienes están en política. El primero fueron las figuras representando a José Antonio Kast y Johannes Kaiser colgando cabeza abajo frente a La Moneda. La segunda fue una canción llamando a atentar contra la vida del candidato del FA, Gonzalo Winter. En ambos casos, el límite entre la parodia y la violencia se cruzó sin elegancia ni pudor, justificando la violencia (aún simbólica) en una diferencia ideológica. El que las víctimas de aquellos actos sean hombres es más bien un dato anecdótico, considerando que los ataques y la intimidación contra políticos es mucho más frecuente (y violenta) contra las mujeres.
Diferentes encuestas internacionales han mostrado que la ciudadanía se ha ido volviendo más indolente hacia la violencia dirigida a políticos. El prestigio de la ocupación la ha convertido en el blanco de una desconfianza estructural y de una percepción de corrupción y abuso que pareciera justificar todo tipo de amenazas y acciones. Y si bien la frustración ciudadana puede explicar esa evolución, no es un fenómeno saludable para nuestro sistema democrático.
Cuando la actividad política se convierte en una peligrosa, en especial contra ciertos grupos de la población, eso atenta contra la posibilidad de que nuestra democracia pueda ser suficientemente representativa. La política se ha vuelto una actividad hostil donde quienes llegan son los que pueden aguantar el abuso y no quienes tienen las mejores herramientas y conocimiento para representar a sus partidarios y opositores. Esto deja afuera a quienes no están dispuestos a recibir ese abuso y, de pasada, nos perjudica a todos al perder a esos talentos en la discusión. Además, la violencia condiciona lo que nuestros representantes dicen y hacen, a partir del miedo y no de lo que corresponde hacer para mejorar la vida de la población. Al final, nuestra democracia se estrecha y baila al ritmo de unos pocos que están dispuestos a soportar el abuso, a pesar de no tener las mejores herramientas para hacer su trabajo.
En tiempos donde la polarización parece haber desbordado lo ideológico y se vuelve identitaria, es poco atractivo defender a quienes se dedican a la política. Pero es esencial hacerlo si es que queremos atraer a los mejores talentos y capacidades para hacerse cargo de nuestras instituciones. Si no, quedaremos a merced de unos pocos que creen que gobernar es simplemente resistir los golpes, y no liderar.
Por Javier Sajuria, profesor de Ciencia Política en Queen Mary University of London y director de Espacio Público,
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