Opinión

Lo que está peor es la educación

El video del profesor de lenguaje gritando descontrolado a sus estudiantes de primero medio en el Liceo de Limache, porque uno de ellos había dicho que el régimen de Pinochet fue el mejor gobierno de la historia de Chile, funciona como un síntoma que merece ser atendido.

Los chilenos siempre hemos tenido problemas de convivencia. Pasada cierta cordialidad superficial, las cosas suelen complicarse rápidamente. En una sociedad obsesionada con el estatus –con la posición relativa de cada quien respecto a los demás-, el menor desencuentro es percibido con celeridad como una afrenta a la dignidad personal. A diferencia de otras culturas, que pueden ser secamente directas, aquí tenemos una larga tradición de uso de diminutivos y otros suavizantes, vertidos en una comunicación ya llena de rodeos, vericuetos y contradicciones. Todo diseñado para que nadie se vaya a sentir ofendido.

Esto hace que sea muy difícil discutir seriamente cualquier cosa, más todavía en público. Rara vez se atiende a los argumentos, y la pregunta clave en estas circunstancias suele ser “quién es tal para decir aquello”. También importa mucho más mostrarse amable que el contenido de lo que se diga. El wokismo sólo vino a agravar una enfermedad que ya existía, validando apelar a elementos biográficos e identitarios para escabullir razones de fondo. En resumen, en nuestro país casi todo debate termina siendo una contienda de inseguridades estatutarias.

El profesor de lenguaje que gritonea a sus alumnos de manera patética, incapaz de ejercer cualquier grado de autoridad académica, y luego argumenta que tiene familiares que fueron víctimas de la dictadura, les enseña a sus estudiantes que el lenguaje da lo mismo. Que la lengua es estéril. Que sólo importa “quién eres tú para decir tal cosa”. La oportunidad era excelente para un ejercicio pedagógico de argumentación, pero el docente prefirió actuar en el plano de la indignación moral en vez de en el de la razón.

Luego del incidente hubo indignación pública respecto del maltrato. Pobrecitos estudiantes, fueron ofendidos en su dignidad. Pero lo más grave de todo el episodio, la lección respecto a la esterilidad de la palabra, se pasa por alto. Y así, se valida. De esa matriz es que salen estudiantes y apoderados que sólo miran calificaciones y certificaciones, sin pensar jamás si reflejan algo en la realidad. Cartones y números que certifiquen una posición. Un estatus, no una capacidad. Y después lloramos porque hay un mar de analfabetos funcionales llenos de diplomas que no encuentran ocupaciones a la altura de sus expectativas, y un país que sueña con ser una potencia industrial de alta complejidad, pero que, en su mayoría, no entiende las instrucciones escritas en un champú.

Casi todos los males que hoy nos aquejan, eventualmente pasarán. La crisis migratoria, la crisis de seguridad, la crisis institucional. Será difícil, a ratos probablemente terrible, pero más o menos entendemos lo que hay que hacer. Pero la miseria en la que está sumido nuestro sistema educacional, la putrefacción de sus fundamentos, se hace más difícil de revertir cada día, porque nos negamos a verla. El salto que no hemos podido dar, y que nos estamos contentando con olvidar, es el educativo.

Según los registros, no hay avances en tres décadas respecto de la discapacidad en comprensión de lectura y en el uso de aritmética básica. ¿Qué hemos hecho al respecto? Brutalmente poco: ni de salvar a los estudiantes con mejores condiciones hemos sido capaces. Todas las normas de integración remiten al tema de la inseguridad de estatus. Quién eres tú para excluir a tal de tal lugar. Por qué fulano no es tratado igual a zutano. Ya, ahora todos igualitos. Aprender no importa, con tal de no ofender a nadie. Y después nos sorprende que adultos fanáticos usen niños en overoles blancos como armamento en la lucha por el poder, cuando todas y cada una de nuestras decisiones respecto a la educación desprecian abiertamente el saber, el aprendizaje y la palabra, y encumbran, en cambio, la fuerza.

La imagen de alguien con título de profesor de lenguaje que grita “cállate tú, cállate” a sus estudiantes es un resumen perfecto del estado de la educación en nuestro país.

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