Por qué siempre hay espacio para el postre, según una anatomista
En celebraciones como Navidad y Año Nuevo, el postre suele aparecer incluso después de las comidas más abundantes. ¿Por qué esta escena es tan habitual en fechas festivas?
Termina una comida abundante, como las de estas fechas festivas, y la sensación es clara: no cabe nada más. Sin embargo, cuando aparece la palabra “postre”, algo cambia.
Aunque el cuerpo parecía haber llegado al límite, de pronto surge la disposición a comer “un poquito más” para algo dulce.
Lejos de ser una simple falta de autocontrol, esta experiencia tiene una explicación científica.
Así lo plantea Michelle Spear, profesora de Anatomía de la Universidad de Bristol, en un artículo publicado por The Conversation, donde explica que la sensación de tener espacio para el postre responde a una combinación de procesos fisiológicos, neurológicos y culturales.
¿Por qué hay espacio para el postre?
Uno de los primeros factores está en el propio estómago. Contrario a la idea de que funciona como una bolsa rígida que se llena hasta colapsar, este órgano es altamente adaptable.
Al comenzar a comer, se activa lo que se conoce como “acomodación gástrica”: el músculo del estómago se relaja, permitiendo aumentar su capacidad sin generar una gran presión interna.
Además, los postres suelen ser blandos y ricos en azúcar, lo que implica una digestión mecánica mucho más sencilla que la de un plato principal cargado de proteínas o grasas.
Un helado, una mousse o un pastel suave apenas incrementan el trabajo digestivo, facilitando la sensación de que “todavía entra algo más”.
El cerebro y el postre
Pero la clave no está solo en el aparato digestivo. Gran parte del impulso por el postre proviene del cerebro.
Spear explica que, además del hambre física, existe el llamado “hambre hedónica”: el deseo de comer motivado por el placer y la recompensa.
Los alimentos dulces activan con fuerza el sistema dopaminérgico, relacionado con la motivación y el disfrute, debilitando temporalmente las señales de saciedad.
A esto se suma la llamada saciedad sensorial. A medida que comemos un mismo tipo de alimento, su sabor y textura se vuelven menos estimulantes para el cerebro.
Introducir un estímulo distinto (como algo dulce, cremoso o frío) renueva el interés y reactiva la respuesta de recompensa, incluso cuando el cuerpo ya está satisfecho.
El factor tiempo y cultura
Las hormonas que generan una sensación sostenida de saciedad, como la colecistoquinina o el GLP-1, tardan entre 20 y 40 minutos en actuar plenamente.
Muchas decisiones sobre el postre se toman antes de que estas señales alcancen su efecto máximo, lo que deja espacio para que el sistema de recompensa se imponga.
Finalmente, el componente cultural no es menor. El postre está profundamente asociado a la celebración, el afecto y el cierre de una comida especial.
Desde la infancia, se aprende a verlo como un premio o un momento especial, reforzando su atractivo.
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