La trampa de la informalidad
La situación del empleo en Chile es preocupante, con una baja creación de puestos de trabajo y una alta tasa de desempleo. Además, la suma de diversas reformas laborales aprobadas en los últimos años no ha ido de la mano de medidas que incrementen la productividad laboral, uno de los principales desafíos que enfrentamos como país.
Además, uno de cada cuatro trabajadores se desempeña en la informalidad. Aunque el trimestre marzo-mayo de 2025 mostró una leve mejoría (la tasa de ocupación informal bajó a 26%), el promedio anual de 2024 fue de 27,5%, el más alto desde 2019. Esta no es solo una cifra: es el reflejo de un mercado laboral fracturado, de emprendedores frágiles y de miles de trabajadores que viven sin redes de protección ni seguridad social.
La formalidad no puede seguir siendo un privilegio para unos pocos. Es una base mínima de desarrollo, de estabilidad y de justicia. Pero el propio sistema pareciera castigar al que intenta hacer las cosas bien. Un entorno regulatorio asfixiante y un esquema tributario caro y enredado empujan a muchas micro y pequeñas empresas —que aportan una alta proporción del empleo— a operar al margen. No por comodidad, sino por supervivencia.
La informalidad no es solo consecuencia de la precariedad. Muchas veces es una reacción lamentable frente a reformas que han encarecido significativamente la contratación formal: reducción de jornada a 40 horas, aumentos sucesivos del salario mínimo, eliminación del tope a las indemnizaciones por años de servicio y propuestas que buscan seguir elevando las exigencias laborales. Avanzar por esa ruta tiene consecuencias: menos empleos formales, más exclusión, más economía sumergida. Sobre todo, en sectores de baja calificación, donde cada peso en obligaciones adicionales puede marcar la diferencia entre contratar o no.
Estamos atrapados en una paradoja: se endurece la fiscalización —lo cual es necesario—, pero no se construyen los incentivos correctos para formalizar ni tampoco abordar la necesaria productividad. Y, como siempre, quienes pagan el precio más alto son los más vulnerables: mujeres, jóvenes, adultos mayores y personas sin educación formal. El 83% de los trabajadores por cuenta propia informales gana menos de $500.000 mensuales. Para ellos, formalizarse no solo significa pagar impuestos: también implica perder subsidios o beneficios sociales condicionados a ingresos declarados. Es una trampa estructural.
Chile no puede seguir tolerando una informalidad laboral que nos empobrece como sociedad. Si aspiramos a ser parte del mundo desarrollado, debemos actuar con la misma seriedad: la mayoría de los países OCDE tienen niveles de informalidad por debajo del 15%. No se trata de discursos, se trata de decisiones concretas. Necesitamos una estrategia integral y valiente, que elimine trabas, simplifique trámites, alivie la carga a quienes emprenden y premie a quienes optan por la legalidad.
La formalidad debe dejar de ser un lujo inalcanzable. Tiene que ser una opción real, competitiva y justa. Solo con un mercado laboral más equilibrado podremos construir un país donde emprender y contratar sea una vía legítima para crecer, no una carrera contra el sistema.
*El autor de la columna es vicepresidente de la Sofofa
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