Chile en 1810: los mitos en torno a una nación en ciernes
La Primera Junta Nacional de Gobierno, establecida en ese histórico 18 de septiembre de 1810, tomó el control de un país muy distinto al de hoy. A contrapelo de lo que suele repetirse, había presencia en todo el territorio de esclavos negros y afros libres; las mujeres estaban sometidas al control marital, pero algunas podían tener agencia en sus bienes; la Iglesia Católica controlaba los hitos vitales y tuvo un representante en la junta; y las ideas de la ilustración francesa no fueron tan importantes en ese hito.
Los repiques de las campanas de las iglesias, las luminarias instaladas en los frontis de las casas y hasta las improvisadas bandas de músicos que asistieron a dar una serenata al Conde de la Conquista, Mateo de Toro y Zambrano, fueron parte de la calurosa recepción popular a los sucesos del 18 de septiembre de 1810. Fue el día en que se instaló la Primera junta de gobierno. Compuesta solo por hombres, todos mayores de 25 años y de elevada posición social, fue el primer órgano nacional que dirigió los destinos del país.
En ese tránsito hacia la construcción de una república, la sociedad colonial era algo más compleja. En el Chile de entonces se encontraban criollos, españoles peninsulares, algunos extranjeros, además de la población indígena y la de origen afro, tal como lo consignó el primer censo realizado en el país, en 1813, durante los días en que se libraban las primeras batallas de la guerra de independencia.
Los negros tenían una presencia relevante en el país. Omitidos en la historiografía más tradicional, donde se les suele mencionar de modo anecdótico, durante años primó la idea de que prácticamente no existió población esclava de origen afro, en comparación con otras regiones de Sudamérica. Pero en realidad la situación fue distinta. “Es posible decir, al conocimiento de hoy, que había población de origen afro en todo el Chile de la época, es decir, de Copiapó a Concepción y en Valdivia y Chiloé, con una mayor presencia en los centros urbanos y en el Norte Chico actual y en Chile central -explica el Doctor en Historia, Hugo Contreras Cruces, el mayor especialista local en el tema-. Siendo Chile una economía en que las labores económicas principales eran la agricultura extensiva, la minería, el comercio de exportación y los servicios, en todas las áreas es posible encontrar la presencia de esclavos, aunque ella no sea masiva”.
Aunque está documentada la presencia de esclavitud en las zonas agrarias, se les empleó en las zonas urbanas. “Particularmente en lo referido a las mujeres, al parecer, la mayoría de ellas trabajaba en el servicio doméstico y como amas de cría o amas de leche para sus dueños o dueñas -apunta Contreras Cruces-. En lo referido a los esclavos urbanos, hombres, se encuentran también en el servicio doméstico y asimismo ejerciendo oficios artesanales (zapateros, sastres, barberos o carpinteros), como oficiales o incluso maestros de oficio”.
Aunque es posible hallar en los documentos notariales y testamentos algunas menciones a las cuadrillas de esclavos que poseían las familias importantes, la realidad es que no se trataba de algo exclusivo de aquellos sujetos más conspicuos de la sociedad. “La esclavitud no es privilegio de la élite, pues cualquiera persona que pudiera adquirir esclavos lo hacía, incluso exesclavos o afros libres”, apunta Contreras Cruces.
Es complejo conocer con exactitud cuánta población esclava de origen afro existía en el país. El censo de 1813, hace mención de “negros” por provincias, aunque no es totalmente fiable. “Se calcula que con el fin de la esclavitud en 1823 fueron liberados entre cuatro a cinco mil esclavos (as), pero esa cifra representa solo una parte de la población afro o afromestiza chilena -dice Contreras Cruces-. El censo de 1813 tampoco ayuda mucho en tal sentido, pues no se pudo hacer ni en Santiago ni en Concepción, por lo que sería muy aventurado plantear cuánta población de origen afro había en Chile debido tanto a la metodología del censo como a esa falta de registro. Dicho lo anterior entiendo que [Rolando] Mellafe calcula una población esclava y libre de alrededor de 20.000 personas sobre un total de 700.000 habitantes para el Chile de principios del siglo XIX, cifra que bien podría ser mayor”.
Para 1810, además de los esclavos existía una población de afros nacidos libres (a diferencia de los libertos que corresponde a quienes eran esclavos y fueron liberados), los que se empleaban en varios oficios dentro del espacio de las ciudades como Santiago. “La mayoría de ellos, en el caso de los hombres urbanos, eran artesanos (algunos bastante prósperos) y se han identificados en oficios como sastres, zapateros, plateros, carpinteros y escultores en madera, mientras que entre las mujeres muchas de ellas eran dueñas de casa, aunque otras las podríamos calificar como pequeñas empresarias, en emprendimientos de pastelería o sastrería junto a sus maridos o a sus familias. Asimismo, se encuentran algunos mercaderes al menudeo de origen afro. En el mundo rural encontramos capataces de hacienda, pequeños ganaderos y pequeños agricultores, en particular en Chile central. En la minería del Norte Chico asimismo aparecen peones de origen afro”, dice Contreras Cruces.
Con el arranque de la guerra de Independencia, los afros también marcharon al campo de batalla, tal como ocurrió en toda Hispanoamérica. “Los esclavos fueron vinculados a través de la creación de un batallón de libertos llamado Ingenuos de la Patria, de corta vida en 1814, y más tarde alistándose o siendo alistados en el Ejército de los Andes y Chile -apunta el historiador-. En 1820, por dar un ejemplo, encontramos al menos 50 esclavos del Norte chico reclutados para ir a combatir a Concepción cuando ya San Martín había partido al Perú”.
En tanto, los afros libres fueron agrupados en el existente Batallón de Milicias Disciplinadas de Pardos Libres, presente en la instalación del primer Congreso Nacional en 1811. Luego, con el arranque de la guerra de Independencia pasó a llamarse Batallón de Infantes de la Patria. Marcharon al sur, donde participaron desde las primeras batallas. “Combaten en las campañas de Carrera y O’Higgins en el centro sur chileno; en 1818 el Infantes de la Patria combate en Maipú”, cierra Contreras Cruces.
Las mujeres en 1810
En ese 18 de septiembre de 1810, se reunieron unas 350 personas en el salón principal del Real Tribunal del Consulado, el mismo sitio en que tiempo después ocurrió la abdicación de Bernardo O’Higgins. En la actualidad ese histórico lugar ya no existe, pues se demolió en 1925 para levantar el edificio de los Tribunales de Justicia.
Allí llegaron blandiendo las invitaciones impresas (las que se terminaron de repartir la tarde del día anterior) los vecinos más notables de Santiago, hombres de reconocido prestigio y posición, además de los representantes de las corporaciones y de las órdenes religiosas. Pero a contrapelo de nuestros días, no había mujeres. Por entonces, ellas estaban excluidas de la vida política, al menos en el ámbito público, y no se les consideró en esa instancia que resultaría clave para el devenir del país. En ese sentido ellas vivieron una continuidad del antiguo orden colonial, que como una ironía del destino, precisamente comenzó a discutirse en esa Primera Junta.
“En 1810 las mujeres en Chile estaban sujetas a un orden jurídico colonial. No eran reconocidas como ciudadanas y, por tanto, no tenían acceso a la representación política ni mucho menos al voto. La ley las concebía como dependientes: primero bajo la autoridad del padre y luego bajo la potestad marital del marido, que controlaba la administración de los bienes comunes y limitaba su capacidad jurídica”, explica la historiadora María José Cumplido, especialista en la situación de las mujeres en el país con libros como Chilenas al poder. La historia del voto femenino (2025), y Chilenas Rebeldes (2018).
Pese a que estaban sujetas a la autoridad marital, hubo algunas mujeres que lograron tener algo más de poder de decisión sobre sus bienes. “Las mujeres viudas o solteras tenían más margen de acción respecto a su patrimonio: muchas de ellas gestionaban propiedades, herencias o negocios. Esto se restringió mucho más luego de la Independencia con el Código Civil de 1855 que institucionalizó la potestad marital y la mujer casada pasó a ser considerada ‘incapaz relativa’ y endureció la flexibilidad que llegó a existir en la época colonial”, explica Cumplido.
La guerra de Independencia remeció a la sociedad. También las mujeres se vieron arrastradas a padecer las vicisitudes del conflicto desde lo doméstico, aunque algunas estuvieron algo más cerca de los círculos del poder. “Desde una perspectiva amplia las mujeres sostuvieron las responsabilidades familiares, económicas y sociales cuando los hombres fueron a la guerra. Tanto las independentistas como las realistas. En ese sentido no es un conflicto ajeno a ellas de ninguna manera. A pesar de ello, en la lucha por la Independencia algunas mujeres de élite desempeñaron roles claves como abrir sus casas para la conspiración o para refugiados, aportaron dinero y prestaron apoyo logístico. Paula Jaraquemada o Javiera Carrera son ejemplo de ellos quienes usaron su posición social para aportar activamente a la causa de la Independencia”, agrega Cumplido.
La historia cuenta que Javiera Carrera no solo era una entusiasta partidaria de la causa patriota y un apoyo para sus hermanos Juan José, José Miguel y Luis. También habría bordado la primera bandera chilena, la de la Patria Vieja, la que fue presentada con ocasión del aniversario de la Independencia de Estados Unidos, el 4 de julio de 1812. Esa noche se realizó un sarao en el Palacio del Consulado. Aunque la noche terminó con incidentes provocados por algunos de los estadounidenses residentes, quienes se habían excedido con el alcohol. En una carta del cónsul americano Joel R. Poinsett, enviada al vicecónsul en Buenos Aires, William Gilchrist Miller, fechada el 22 de julio de ese mismo año, menciona que esa ocasión estuvieron presentes algunas damas de la alta sociedad, incluyendo a la hermana “del presidente Carrera”, es decir, doña Javiera estuvo esa noche haciendo acto de presencia.
Las ideas de la Ilustración ¿realmente influyeron?
Entre quienes integraron la Primera Junta de Gobierno, había una diversidad de pensamiento. Unos más refractarios a cambiar el estado de las cosas y otros partidarios de las reformas. Como sea, en el país ya circulaba algo del ideario de la Ilustración, el movimiento cultural e intelectual europeo que fue clave en el ideario que sustentó el orden político del naciente siglo XIX, aunque acotado a los criollos que lograban acceder a esas lecturas.
En el sistema escolar se suele repetir que la lectura de los ilustrados franceses, como Voltaire o Rousseau, habría sido relevantes para gatillar el proceso de independencia de Chile. Pero la realidad es algo más compleja. “Lo primero que valdría la pena aclarar es el carácter múltiple de la Ilustración, que también contó con sus versiones propias en el imperio español. Esta última fue una Ilustración católica y cercana al espacio del poder, más que impugnadora del mismo. Esta versión gozó de difusión en el mundo chileno”, explica el historiador Gabriel Cid.
“Por el contrario, la Ilustración francesa, más crítica del poder y anticlerical en algunas de sus modulaciones, tuvo escasa circulación en el medio chileno a través de sus principales libros. Pero si circuló, a través de lecturas clandestinas, o autorizadas en circuitos universitarios. La investigación en bibliotecas de la época destaca su escasa o nula presencia en los inventarios de los que disponemos”, agrega.
¿Cómo se accedió entonces a esas ideas? Gabriel Cid lo explica. “Estos libros podían ser leídos en viajes a Europa, o otros espacios americanos, como Lima (tal fue el caso de Camilo Henríquez). Los buques extranjeros también traían como contrabando algunos de estos libros. En cualquier caso, lo que es cierto es que estas ideas no desempeñaron un papel decisivo en los sucesos de 1810, sino que lo hicieron con posterioridad”.
Por ello, es que el ideario manejado por los criollos que empujaron la Primera Junta se formó a partir de otras corrientes. “La justificación de la primera Junta de Gobierno se hizo apelando a fuentes más bien tradicionales de la tradición política española. Los mismos fines políticos se podían justificar a través de la movilización de otras tradiciones doctrinarias, como el mundo clásico, la tradición neoescolástica o el iusnaturalismo”, dice Cid.
Además, en el Chile de entonces, más bien rural y de ciudades con pocos servicios, la lectura era casi una rareza y acotada a una elite. “El porcentaje que leía era muy menor en el Chile de la época. En sentido estricto, el consumo y circulación de libros estaba restringido a un círculo de intelectuales relativamente estrecho, vinculado al mundo universitario y de la administración colonial -dice Gabriel Cid-. Como se trataba de un mundo pequeño, las bibliotecas personales eran relativamente abiertas para esa comunidad, por medio de préstamos. Así, por ejemplo, la biblioteca de José Antonio de Rojas, una de las más nutridas de la época, nutrió la lectura de personajes como Francisco Javier de Guzmán, Juan Antonio Ovalle, Juan Egaña y José Miguel Infante”.
José Miguel Infante, abogado de la Real Universidad de San Felipe, fue uno de los chilenos ilustrados que llegaron a ocupar puestos de poder. Como procurador del Cabildo de Santiago, en ese 18 de septiembre de 1810, pronunció un discurso en el que abogó por la instalación de la Junta de Gobierno. Años después, fue el impulsor de la Ley de Abolición de la esclavitud, promulgada bajo el gobierno de Ramón Freire, y de las Leyes Federales que rigieron por un breve tiempo en el país, en un efímero y frustrado intento por emular el sistema de los EE.UU.
La Iglesia invitada a la mesa de la Junta
La Primera Junta de Gobierno tuvo como Presidente al Conde de la Conquista, Mateo de Toro y Zambrano, un criollo encumbrado y dueño de una de las mayores fortunas del país. Pocos recuerdan que el vicepresidente de aquella junta fue nada menos que el obispo de Santiago, José Antonio Martínez de Aldunate. La decisión no fue al azar, ya que la Iglesia Católica por entonces estaba muy presente en la vida de los chilenos. No solo por las misas, las procesiones, las cofradías y las ceremonias religiosas, sino que también cruzaba la vida de las personas.
“La Iglesia Católica ejercía un rol central en la estructura social chilena, controlando los principales hitos vitales: nacimiento, matrimonio y muerte -explica Marcial Sánchez, Doctor en Historia y uno de los mayores especialistas locales en el tema-. Desde el Sínodo de 1626 se normó el uso de libros parroquiales con registros detallados de fieles, fechas y padrinazgos. En 1688, se formalizó la segmentación por categorías étnicas y sacramentales. Estos archivos, fundamentales para el orden moral y racial colonial, constituyen hoy una fuente invaluable para el estudio de redes familiares, movilidad social y estructuras jerárquicas. El proceso de secularización solo comenzó con la creación del Registro Civil en 1884”.
Para 1810, la Iglesia tenía una profunda relación con el Estado. De hecho, no quedó ajena al proceso de las reformas borbónicas del siglo XVIII, que debilitó parte de su poder. “Inspiradas por el pensamiento ilustrado, estas medidas redujeron la autonomía eclesiástica, fortaleciendo el control real sobre nombramientos, bienes y funciones sociales -apunta Sánchez-. La expulsión de los jesuitas en 1767 desmanteló una poderosa red educativa y misional, y se promovió la parroquialización del clero, debilitando a las órdenes religiosas. Además, muchas funciones de caridad y educación pasaron a manos civiles. Así, la Iglesia pasó de ser una fuerza semiautónoma a una institución subordinada al poder estatal, en una transición que preludió la secularización del siglo XIX”.
Por ello es que la inclusión del recién nombrado obispo José Antonio Martínez de Aldunate en la Primera Junta de Gobierno tuvo sentido. Había destacado por sus dotes de orador y su simpatía por los jesuitas, incluso ayudando a algunos de ellos tras su expulsión del país. A comienzos del siglo XIX la corona lo nombró obispo en Huamanga, en el Perú, momento en que cedió sus bienes a sus familiares y a la beneficencia. Por petición de las corporaciones de Santiago se insistió en su regreso al país cuando se abrió la vacante para el obispado de la capital. Estaba en eso, cuando llegó el 18 de septiembre.
Los patriotas vieron en Martínez de Aldunate a un nombre de consenso, que les permitía sortear la hostilidad de buena parte del clero al movimiento juntista. “Como obispo de Santiago, encarnaba la legitimidad espiritual que necesitaba un gobierno en pañales para no parecer una revuelta de ilustrados con ínfulas -explica Marcial Sánchez-. Su prestigio como hombre caritativo, moderado y abierto a reformas lo hacía un puente ideal entre tradición y cambio. Había regresado al país casi por aclamación popular, y su incorporación a la Junta equilibraba los ánimos entre aristócratas, criollos y reformistas. Frente a un clero que en su mayoría seguía fiel a la Corona, Aldunate apostó por la nueva institucionalidad: una señal no menor de que el viejo orden ya no era sagrado”.
La noticia del nombramiento como vicepresidente de la junta, de hecho, sorprendió a Martínez de Aldunate en el Perú. Regresó a Chile a comienzos de 1811, y fue recibido con júbilo. No alcanzó a participar demasiado tiempo en las decisiones del nuevo órgano, pues siendo un hombre de casi 80 años, falleció en abril de ese mismo año, privando a los patriotas de un apoyo importante entre las filas del clero.
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