Histórico

Opinión: Sentimental, político, exitoso

Juan Manuel Vial comenta sobre el legado del escritor uruguayo.

A Mario Benedetti uno lo recuerda como aquel poeta que despertaba la devoción de ciertas novias de juventud, las mismas que se llenaban a conciencia la mollera con versos sentimentales, a ver si así, a través de la lectura anhelante, llegaban a explicarse los estertores románticos que las sacudían. En tal efecto también repararon algunos trovadores avispados, y así fue como parte de la poesía de Benedetti adquirió ritmo de sonsonete meloso.

A pesar de ello, hay un Benedetti de los comienzos, el de los primeros libros, que merece un saludo respetuoso a la hora del adiós. Me refiero al articulador de Poemas de la oficina (1956) y al novelista de La tregua (1960), libros que recibieron diversas aclamaciones en el ambiente literario rioplatense y permitieron la inclusión del autor dentro de la llamada generación del 45, la cual tuvo entre sus miembros más notables a Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño y Ángel Rama, tres figuras de las letras uruguayas que, imposible no decirlo, se encuentran mucho mejor preservados para el viaje a la posteridad que Benedetti.

Esto se debe a que en la obra posterior de Mario Benedetti se hizo evidente (demasiado como para soslayarlo, incluso en un momento como este) una voluntad de concesiones ininterrumpida, desarrollada principalmente a través de expresiones de corte político o sentimental. Y a ella la siguieron los premios, innumerables distinciones, con lo que sólo en parte Benedetti es culpable del éxito infundado de su obra.

El resto de la responsabilidad ha de ser compartida por un público poco exigente y por el cenáculo de expertos que, guiado por oscuros motivos extra literarios, se dedica a exaltar a quien le convenga. Pero a la posteridad no se la engaña: la poesía que apelaba a sentimientos políticos o a una melancolía difícil de tragar, no será valorada en el futuro.

En cierto momento de Poemas de la oficina, un libro laico en el que se pueden distinguir soplos refrescantes de antipoesía, el hablante, un modesto empleado de bufete, se complace de la atención que recibe. Sus palabras pueden ser útiles para describir este instante, instante en el que, se supone, el alma de un escritor ha dejado atrás un cuerpo feble y se dirige hacia alguna parte: "Un orgullo pueril/ me enciende/ y sobriamente/ reconozco que ahora/ están hablando de mí".

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