Opinión

Columna de Diana Aurenque: La música y el espacio público

“La novena sinfonía de Beethoven en Plaza Baquedano”: el día que la música hizo olvidar las protestas y la pandemia en el centro de Santiago

La Universidad de Chile celebró su 180° aniversario con una propuesta inédita y valiente: con un concierto ciudadano a cargo de la Orquesta Sinfónica y del coro oficial de la casa de estudios, que estuvo repleto de simbolismos. Por un lado, el simbolismo evidente se relacionó tanto con la obra interpretada -la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven- como con el lugar escogido -el epicentro del estallido social del 2019. En la pieza, el compositor incluye en su último movimiento un coro que interpreta ni más ni menos que la Oda a la Alegría de Friedrich von Schiller, un poema que invita a que “todos los seres humanos se vuelvan hermanos”. Pero, además, porque aquella voz se canta en un lugar que no se nombra “Plaza Baquedano” -como dice su nombre oficial-, ni tampoco en “Plaza Dignidad” -como se le llamó contra ese oficialismo-, sino que recupera su designio más popular, esto es, “Plaza Italia”. Aquí no parece haber casualidad: la sinfonía más popular de Beethoven, porque incluía un coro, ocurre en un lugar al que se le devuelve su sentido más idiosincrático; un lugar originariamente mestizo -de celebraciones y protestas-, con elementos también híbridos -en una plaza chilena con nombre itálico y oyendo a un compositor alemán.

Pero el concierto estuvo además repleto de otros signos más sutiles. Pese a que fue posible gracias al esfuerzo de actores variados, como el director del CEAC, Diego Matte, o a la voluntad política de sectores antagónicos, como de las alcaldesas Evelyn Matthei e Irací Hassler, la inauguración fue sobria y libre de oportunismos políticos, y conducida por las palabras de otra mujer, la rectora de la Universidad de Chile, Rosa Devés. El silencio de las autoridades políticas, el alto a las trincheras reprochadoras, fue quizás uno de los ingredientes claves para que la música se tomara el espacio público y se lo devolviera a la ciudadanía. Ese simbólico alto al fuego político logró -gracias a la música- un alto al fuego literal.

La música recuperó un espacio público al ofrecer un disfrute colectivo, intergeneracional, diverso y plural. Nada pudo ser más político que eso: devolverle al pueblo la polis, su ciudad como epicentro de encuentro y -hay que repetirlo- disfrute. Nos devolvió pueblo; uno que no solo se une ante catástrofes o enemigos, sino a través del goce común.

Según Nietzsche, “la vida sin música sería un error”. Pero habría que agregar que, sin música, la política carece de alma. Porque esta ha sido siempre un arte capaz de generar identidades colectivas. Desde tiempos inmemorables, las comunidades se han congregado en torno a tambores y flautas, se han constituido y diferenciado cantándole a la vida, a los dioses y ancestros. En sentido amplio, la música es el arte político por excelencia. Porque es a partir de ella, del sonido que desde afuera -de lo público- nos penetra hasta el fondo más íntimo, que se logra silenciar la voz propia y sus lamentos, para que seamos resonancia de algo más grande, de un nosotros político.

Por Diana Aurenque, filósofa, Usach

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