Columna de Óscar Contardo: La confianza en el despeñadero

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El general director de Carabineros, Bruno Villalobos, el jueves en la escuela de la institución. Foto: Sebastián Brogca

El último mes del gobierno de Michelle Bachelet quedará marcado no sólo por el fracaso en su política sobre la crisis de La Araucanía, sino también por una gestión que nos exigió confiar en el criterio policial, recortó nuestros derechos civiles otorgándole más poder a una institución que acabó haciéndolo todo para desprestigiarse a sí misma.



Fue durante el actual gobierno de Michelle Bachelet, el progresista y el de los derechos sociales, que se impuso el control de identidad, esa versión hipócrita de la detención por sospecha que supuestamente ayudaría a bajar los índices de delitos. Antes de que entrara en vigencia hubo una larga discusión, en la que de un lado estaban todos los expertos en derechos humanos, los juristas, las organizaciones internacionales y las de la sociedad civil.

Todos ellos se opusieron a la medida con detallados argumentos que incluían evidencia nacional e internacional.

Del otro lado estaban los representantes del gobierno y un puñado de legisladores dispuestos a sacar provecho del populismo penal. En coro, todos ellos nos repetían: "Hay que confiar en el criterio de Carabineros". Hubo incluso un ramillete de parlamentarios –que incluía un par que había tenido serios problemas con la justicia- que montaron alegres cuadros de control voluntario de identidad en la Plaza de Armas para entusiasmarnos con la idea. Como si se tratara de un juego. Ese fue el nivel y así lograron su objetivo, volvió la detención por sospecha. ¿Cuál ha sido su repercusión en la disminución de la delincuencia? Ninguna, según las organizaciones que estudian el tema.

Mientras eso ocurría, ¿dónde se ha producido el mayor robo en décadas? En Carabineros de Chile, con un desfalco que se acerca a los 30 mil millones de pesos.

Fue también durante esta administración que el gobierno tuvo la idea de poner en marcha un decreto -bautizado como Decreto Espía- que modificaba el reglamento de interceptación de las comunicaciones y almacenamiento de datos comunicacionales de los chilenos. En síntesis, le permitía a Carabineros recolectar y almacenar datos telefónicos de cualquier ciudadano durante un largo período de tiempo, sin que fuera necesaria la intervención del Ministerio Público. Es decir, los datos de comunicaciones privadas de cualquier persona quedaban a disposición de funcionarios que en su rol de jefes de inteligencia no habían sido capaces de detectar un desfalco millonario en su propia institución. Ni siquiera pudieron frenar un robo de armas de sus dependencias. ¿Qué nos decía el gobierno para apoyar el llamado Decreto Espía? Nos decía que había que confiar en el criterio de Carabineros.

Quienes estaban en contra, recibían como respuesta el desdén de las autoridades de gobierno.

Finalmente, la Contraloría rechazó el llamado Decreto Espía. Menos mal, porque de haber entrado en vigencia estaríamos a merced de una institución que durante el último año ha dado contundentes muestras de ineficiencia, desatino y descriterio y que, a pesar de todo, ha contado con el respaldo vigoroso del gobierno. Hemos sido testigos de cómo un general de Carabineros -Gonzalo Blu, jefe de Inteligencia- se tomó la libertad de dar una conferencia de prensa para atacar al Ministerio Público sin que nadie desde ninguna oficina de La Moneda dijera ni pío. Al señor Blu no le parecía adecuado que se dudara de la calidad de la evidencia que Carabineros había recolectado para montar la llamada Operación Huracán y decidió decirlo en un tono altisonante a los medios. Luego de aquella conferencia, Carabineros impidió en Temuco un allanamiento de la PDI requerido por la fiscalía y sacó vehículos a la calle en un gesto que recordó los ejercicios de enlace militares de la década de los 90. Tres instituciones enfrentadas en una misma tarde. ¿Cuál fue la respuesta del gobierno frente a eso? Ninguna. O más bien una señal de apoyo a Carabineros y a su criterio. En medio de todo esto, ¿qué hizo el general director de la institución? Se fue de vacaciones.

Las últimas semanas hemos sido testigos de una tragicomedia de equivocaciones, limítrofe con el absurdo. Nos hemos enterado, por ejemplo, que la inteligencia policial en una zona de crisis, en donde se han cometido delitos gravísimos, dependía en gran medida de los ingenios de un civil sin certificación alguna en el ámbito de la inteligencia policial, reclutado a la diabla, que aseguraba haber creado un software durante un fin de semana de ocio. Gracias a ese invento -del que existen serias dudas de su real existencia- habría capturado una conversación en un chat telefónico que según la últimas evidencias habría sido cocinada y plantada para perjudicar a los imputados de la Operación Huracán. El supuesto experto cambia de versión como quien cambia de camisa y se da el lujo de difundir su charlatanería por televisión en horario de alta audiencia. Los ingenieros del área, de manera unánime, lo han desmentido en su verso informático para las masas, pero por alguna extraña razón se le sigue dando crédito y espacio sin que siquiera responda las preguntas de los especialistas.

Frente a este penoso cuadro, las autoridades de gobierno han reaccionado como quien se despierta de una larga siesta con los sentidos aturdidos y la voluntad apaleada por la tozudez; en lugar de tomar decisiones han insistido en educarnos en las bondades de cultivar la paciencia: hay que esperar que surja "la verdad judicial" y "la verdad administrativa". Eso es lo que le han dicho a la opinión pública, que hasta ahora sólo busca y se merece conocer "la verdad" a secas.

El último mes del gobierno de Michelle Bachelet quedará marcado no sólo por el fracaso en su política sobre la crisis de La Araucanía, sino también por una gestión que nos exigió confiar en el criterio policial, recortó nuestros derechos civiles otorgándole más poder a una institución que acabó haciéndolo todo para desprestigiarse a sí misma. Un proceso acelerado de descrédito que contó con el apoyo férreo de unas autoridades civiles aparentemente progresistas y decididamente indolentes.

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