El alma de un hijo y el duelo de un padre
Durante los 10 días de permiso laboral que la ley otorga a los padres por la muerte de un hijo, el médico Yuri Carvajal escribió Nékuia, un breve libro en el cual busca un diálogo con su hijo Fernando, quien se suicidó poco antes de cumplir los 18 años. De eso han pasado tres meses y las reflexiones de Carvajal han seguido escarbando en una decisión personal que también es expresión de un problema colectivo. Los espacios de diálogo y el rol de su generación, la pregunta por el alma y los ritos del duelo son algunos de los temas que toca en esta entrevista.

El término nékuia, en la poesía griega, puede describir un descenso a la región de los muertos, pero también la comunicación con sus almas, su persistencia entre nosotros. En el libro del mismo título (cuyos 100 ejemplares editó por cuenta propia), Yuri Carvajal se dirige a su hijo menor como un padre que no pudo completar la tarea, pero que ahora tiene otra. En el texto inicial, tras hilvanar algunos recuerdos significativos, escribe: “Nada de esto desaparece si a 11 días de emanciparte [de cumplir 18 años] la policía descuelga tu cuerpito de un árbol, un sábado saturnal de plomo. Por el contrario, la fuerza de tu gesto, la clara señal de tu desgarro, merece ser interpretada. Tu vida merece ser interpretada”.
Conocido entre los salubristas del país, Carvajal es médico de la U. de Valparaíso y doctor en Salud Pública de la U. de Chile, donde, además, fue profesor por 10 años. Entre otros cargos, fue director del Hospital de Puerto Montt y hoy es epidemiólogo del Van Buren en Valparaíso, su ciudad natal. Erudito en asuntos socioambientales, ha publicado varios libros, como Pequeño diccionario del Antropoceno y Volver al hospital.
Dice estar sereno y su conversación así lo transmite, aun en los momentos en que se emociona. “Lo más difícil no ha sido mi propio dolor, sino el de Fernando, tratar de entender lo que le pasó a él”, explica. También repite una estadística: en Chile, cada año, se suicidan alrededor de 60 menores de edad.
La historia, hasta donde llega la noticia, dice que Fernando Carvajal se quitó la vida el 12 de julio en Puerto Montt, donde vivía junto a su madre y hermanos. Pero la historia, tal como su padre intenta dilucidarla, empieza mucho antes, y es preciso que la cuente él:
–Bueno, quizás esta es la historia de un proyecto de familia que estalla. Por razones muy sencillas: las familias estallan, creo yo, por falta de amor. Y uno de los miembros de esa familia, que es Fernando, intenta comprender ese estallido, y ese esfuerzo comprensivo le cuesta la vida. ¿Por qué lo cuento así? Porque creo que él se arriesgó, hizo un esfuerzo noble por entender quién era, “de dónde procedo, qué pasó acá”. Pero no logró situarse. De alguna manera, quiso entender cuáles eran los nudos de su vida y no los pudo desenredar. Y quizás terminó optando por cortar un nudo gordiano.
Mi relación con Fernando fue siempre la del padre que visita la casa o se lo lleva un fin de semana. Él nunca me vio salir del lecho conyugal, nunca supo lo que era estar con un padre y una madre conviviendo. Y en algún momento, el año 2023, él siente que quiere saber quién es su padre y venirse a vivir conmigo. Así que se vino [a Valparaíso] y empezamos a armar nuestra vida en la casa. También armamos salidas, fuimos a Coyhaique, subimos varios cerros, en fin.
Pero en medio de esta exploración suya, hay dos episodios que son jodidos. Primero, un amigo me invita a la cordillera, a caminar cinco días con unos arrieros. Lo hablo con Fernando y él me dice que vaya. Pero la noche anterior, me pasa una cartita. Y es una carta en la que él me expresa sus dolores del alma, de niño chocando con el mundo adulto. Y hay ciertos elementos en esa carta donde yo veo un temple suicida. Como “me canso, siento que me puedo caer, me falta el aire”. Me acuerdo de la Alejandra Pizarnik, que habla mucho de caer, de dejarse caer. Bueno, suspendo el viaje a la cordillera, hablamos con Fernando, reequilibramos, ya: tranquilos. Más adelante, voy a ir a una feria a presentar libros y, también, otra cartita. Y vuelven a aparecer esas mismas figuras. De nuevo me quedo con él y se aliviaba, pero ya eran dos cartas con estas ideas.
Un tiempo después, en abril de 2024, yo quise ir a Portugal para estar en los 50 años de la Revolución de los Claveles, que siempre me interesó mucho, porque fue una revolución pacífica y que abrió un camino. Fernando no podía ir, pero me dice: “No hay problema, anda”. Arreglé con unos amigos para que se quedara con ellos, pero él dijo que “no, yo me puedo quedar solo, no me fuerces”. Ya, se quedó solo. Y hablábamos todos los días, pero antes de que yo volviera él se fue a Puerto Montt y cortó el contacto. Yo di cuenta al tribunal de familia de que veía este riesgo, pero también dije que si él se quería quedar allá, mi postura era respetar su decisión.
De repente, en noviembre de 2024, recibo un correo suyo: “Pucha, papá, ha pasado tanto tiempo, te debo una explicación…”. Vino a Valparaíso, le dije que no me explicara nada y ahí él me cuenta que está bien, que está contento, que tiene amigos en el colegio y que tiene ganas de irse a vivir solo. Me dejó un papelito con una letra de Pink Floyd, de su puño y letra. Y desde ahí nos mantenemos un poco en contacto, a veces más silencioso, a veces más parlanchín. Y en ese diálogo, su última expresión de cariño es escribirme “te quiero infinito”. Eso me pareció raro, “te quiero infinito” era raro. Y después me dice “quiero irme”. Le dije que sí, que podía hacerlo cuando cumpliera 18 y yo lo podía ayudar. Después de eso, silencio. Hasta que un sábado en la tarde me llama su hermano: “Pucha, papá, no sé cómo decírtelo…”. Y esa es la historia.
Y en estos tres meses, ¿qué tipo de pensamientos o preguntas lo han guiado, digamos, ya en el camino de enfrentar la pérdida?
Quizás lo primero es la idea del alma, de si existe o no el alma. Cuando Fernando muere, yo voy al funeral a Puerto Montt y me llevo el libro Tener un alma, de Étienne Souriau. Y lo que dice Souriau es que en la vida psíquica de una persona —mi hijo, en este caso— hay una unidad, y que el alma es el objeto del pensamiento acerca de esa unidad. Es interesante, porque entonces el alma no es un tema de Fernando, es un tema mío, de si yo tengo una comprensión unitaria de su vida: si la tengo, el objeto de esa reflexión mía es el alma, por lo tanto, existe el alma de Fernando. Y yo decidí que esa alma, por ahora, la voy a llevar conmigo. Entonces me he sentido como el tipo que baja de la ciudad con un muerto en la espalda, en el Zaratustra de Nietzsche. Es muy linda esa metáfora, porque Zaratustra llega a la cabaña de un ermitaño y toca la puerta: “¿Quién viene?”, dice el ermitaño. “Un vivo y un muerto”, le responde. “Ya, entren. Siéntense ahí y coman”. Entonces Zaratustra pone al muerto ahí, se pone él acá y dice: “Pero sólo yo puedo comer, porque él está muerto”. “No me importa, coman los dos”. Esa creo que es la idea del alma, y del rol que yo tengo con respecto al alma de Fernando. O sea, yo quiero hacer un poco que su alma vaya por el mundo, que complete su… Porque él quedó en un capullo. No llegó a florecer, no llegaron los insectos a tomar su polen.
¿Usted siente eso?
Claro, cada día lo siento más. Y me pasa mucho en los momentos que son más bien de disfrute. Por ejemplo, estuve ahora en el desierto florido, y decía: “Fernando, tú tendrías que estar aquí en el desierto florido”, ¿me entiendes? Fui también a un concierto de Roberto Bravo, que trajo unos coros y cantaron el Ave María. Y dije “pucha, Fernando, tú deberías haber escuchado el Ave María cantado por este coro… Cómo renuncias, cómo renuncias a la belleza de la vida”. Me pasa eso. Mi emoción no es una emoción de “lo que perdí”, sino de decir “yo quisiera que hubieras crecido y disfrutado esto, si la vida finalmente no es triste ni amarga”.
En el libro se imponía respetar su última decisión, no verla como un error o un mal momento. ¿Logra eso?
A veces más, a veces menos. Yo creo que todavía estamos en disputa, y lo más probable es que cuando yo muera todavía estemos en disputa. Es la imperfección del padre y la imperfección del hijo… Pero sigo pensando que él fue infortunado. Tiendo a pensar que él, bajo otras condiciones, habría florecido. Porque yo lo vi, lo vi alegre. Él también disfrutaba la vida, no era un tipo oscuro. Le gustaba reírse, tenía juegos, era capaz de jugar. Cuando era chico, yo le decía: “¿Cómo está eso?”. “Rico”. “¿Y gusto a qué tiene?”. “A perro”. Eso era lo máximo, que algo tuviera gusto a perro. Entonces hay días en que me pasa esto que te digo… “Cabro, ¿por qué?”. “Cabro, deberías estar aquí ahora”. Porque estamos en una zona gris, ¿no? Él está semiaquí, pero no está aquí. Y a veces yo quiero que esté más aquí, pero entiendo que él está en su camino.
Además de las cartas que él le escribió, ¿era una persona cuya fragilidad estaba a la vista, que cualquiera notaba al conocerlo?
Era difícil decir de entrada “este es un tipo frágil”. Era un tipo delgado, ligero, silencioso, pero agudo. Yo creo que él era brillante, tengo números que dicen eso. Quizás un poco tímido, un poco cabizbajo, pero no se veía tan frágil. En lo que mostraba hacia afuera, se había hecho una cascarita bastante pasable, entonces había que escarbarlo un poco. Por eso creo que algunas decisiones se tomaron un poquito engañadas por cosas que él se construyó, porque construía una cierta fachada. Para mí, lo que él necesitaba era más diálogo, y eso a lo mejor es un gran problema de la salud mental en Chile. Cuando Boric dice “vamos a invertir en salud mental”, eso termina significando más medicamentos, no más espacios de diálogo.
Ha estado mirando estadísticas de suicidios, tratando de entender el fenómeno.
Yo venía siguiendo estas cifras de antes, sobre todo las de intentos de suicidio. Durante la pandemia estuve contrastando los datos del Minsal con los que yo obtenía a partir de la urgencia hospitalaria. Porque notaba que esto iba en aumento y que había un subregistro de casos notificados, entonces estaba preocupado. Y ahora he puesto más atención en los suicidios de chicos menores de 18 años, que son cifras muy intensas. Son cerca de 60 casos al año. Más hombres que mujeres, pero están casi parejos. Y en más del 95% de los casos, la causa de muerte es asfixia, es decir, ahorcamiento. A mí me costó mucho volver a revisar esa estadística, porque ahora aparece Fernando.
¿Y vincula su muerte con factores que son sociales, no sólo personales?
Por cierto. Creo que él condensa los problemas de una generación que no encuentra los espacios de diálogo, que le cuesta esperar, que quiere entrar al mundo y no sabe bien por dónde. Y que está muy marcada por esta condición, diría yo, en que vivimos con tanto dramatismo, le ponemos tanto dramatismo a la existencia. Pero bueno, si al año hay 60 menores de 18 años que se ahorcan, significa que cada semana hay una familia que está viviendo esto. Entonces, yo quizás le doy mi vuelta, pero esto es un problema colectivo.
Profundicemos un poco en los problemas generacionales que mencionó. ¿Qué cree ver ahí?
Lo que veo es que ha faltado transmisión. Con transmisión me refiero, por ejemplo, a lo que hace un maestro en un dōjō cuando te dice: “¿Tú quieres aprender karate? Ya, ven, déjame mirarte. Tu problema es la columna vertebral, así es que en los próximos seis meses nos vamos a dedicar a tu columna”. Y tú le dices “no, pero yo quiero quebrar ladrillos con la mano”. “Sí, tranquilo, vas a quebrar ladrillos. Pero por ahora, columna”. En un colectivo humano, ese rol es de nosotros, los ancianos de la tribu. Porque yo, con 64 años, soy un anciano de la tribu, no hay que ser Soublette o Parra para tener ese rol. Pero la transmisión está interrumpida. Y los jóvenes, con olfato, piensan que somos una generación fracasada. Y de alguna manera lo somos, si es que nos mantenemos apegados a lo que queríamos, diciendo “queríamos hacer la revolución y no la hicimos”. En lugar de eso, también podríamos decir: “¿Sabes qué? No había ninguna revolución, pero sí hemos aprendido de la vida, a conocer su valor, a poner los pies en la tierra, a disfrutar de cosas”. ¿Dónde transmitimos eso? No hay espacios. Hoy la universidad no es un espacio de transmisión, los libros tampoco. Es decir, los ancianos de la tribu hemos perdido el lugar, pero el problema no es para nosotros. Al no transmitir, al decirles “mire, vaya a la universidad, con que saque su título estamos”, a los cabros los estamos asfixiando.
¿Y cuáles deberían ser esos espacios de transmisión?
Es que ya no hay, tenemos que volver a crearlos. Por ejemplo, ahora tengo en la casa a un colega que vino de Vilcún. Es un médico general de zona y hacen una cosa que se llama POE, Programa de Orientación a la Especialidad. Y él eligió venir un mes a estar conmigo en salud pública. Entonces le dije “quédate en mi casa, para qué te vas a buscar un arriendo”. Y quizás lo más importante no es lo que yo le enseñe en la pizarra, sino lo que conversamos cuando nos vamos caminando al hospital y hablamos de los perros, de la basura, de las flores. Esa es la transmisión que yo creo que ha fallado.
Y dentro de esas transmisiones no logradas, ¿ha asumido esta muerte con culpa?
Claro. Si no, no estás en el proceso de reflexión. La palabra culpa yo no la uso, pero sí siento que la muerte de Fernando era evitable. Y quién sabe, a lo mejor yo podría haber respondido al “te quiero infinito”. Haber dicho: “¿Qué hay ahí, qué hay en tu infinito? Vente, me escribiste una frase que no me gusta, vente”. Lo que pasa es que también está el rol que tuvieron otras fuerzas, pero mi salida no es decir “aquí yo soy inocente”. No es tan simple como decir “bueno, este es el padre que te tocó”. No: el padre que te tocó, con sus imperfecciones, con sus dificultades, no encontró el camino. Mi papá tenía una frase, que la sacó de un poema de Cernuda: “La familia es un cristal que nadie dobla: si lo tratas de doblar, lo quiebras”. Y yo partí diciéndote que esta familia estalló. O sea, yo tenía un proyecto de familia que no anduvo y quizás ahí está el origen. Sin embargo, sigo creyendo en la familia. Sigo creyendo que, frente a todos los despojos que produce esta sociedad, hay que sostener la familia.
¿Qué significado le ha dado a la noción del duelo, de darle forma a un duelo?
Bueno, usé negro estricto el primer mes. Ahora uso algunas prendas. Y en el hospital, al cumplirse un mes, hicimos un responso, también para comunicarle a la gente que había ocurrido esto, porque no les había dicho. Era como decirles “sí, te comunico una noticia aplastante, pero te digo que va a haber un momento para compartirla”. Iba a ser un responso, pero el cura entró en onda conmigo, le pasé el libro y al final hicimos una misa. Y este domingo 12, que se cumplieron tres meses, fui a su misa en la parroquia de Cerro Mariposa.
En el libro estaba muy peleado con la frialdad de los ritos fúnebres, una “burocracia de las almas”.
Y del cuerpo, también. Cuando murió mi padre, por ejemplo, yo quise lavarlo y vestirlo. Las personas de las funerarias que hacen eso son como una gente que está allá bien lejos, que tú no quisieras ver. Pero en ese momento, ese cadáver para mí era sagrado. Y lo lavé con mucho cuidado, cariño, amor. La muerte es algo sagrado, creo que corresponde esa palabra. Y cuando enterramos a alguien para que se descomponga en la tierra, le estamos dando una gran sacralidad. Para mí es un acto sagrado que los otros animalitos se coman a mi hijo, y que en este momento él esté en el cementerio de Piedra Azul. En cambio, la pompa ceremonial ha perdido ese carácter. He visto a veces que el cura dice “esta misa la vamos a hacer por tal” y lee unos nombres, no sabe de quién habla.
¿Usted es cristiano?
No. Me siento muy cercano al budismo zen, pero lo más cercano que tengo aquí es el cristianismo. Y no puedo ser un dogmático de decir “no, si no es el budismo zen de mi maestro Robert Aiken en California, no estoy”. Por eso me acerqué y ahora tengo mi diálogo con el cristianismo. Y ellos también reconocen que hemos perdido la sacralidad, que los sacramentos se han reducido a la forma. Sin embargo, este cura nos contaba que cuando él iba al hospital y le pedían bautizar a una guagüita que estaba grave –porque los papás querían que muriera bautizada–, los funcionarios del hospital iban al bautizo y estaban en silencio, conmovidos. O sea que ellos, los funcionarios del cuerpo, también decían “parece que hay espíritu”. A mí me encanta que el cura vea eso: en el hospital hay alma, hay una preocupación por el alma. Y este guagüito, que quizás no le han dado ni su rut, no puede morir sin bautizo. Por lo tanto, no es que los sacramentos desaparezcan, es que nosotros los hemos herido. Pero necesitamos sacramentos, necesitamos diálogo con lo sagrado. ¿Y el duelo? Bueno, por ahora significa un poco esta relación simpoiética en que tengo conmigo a otro ser. Ahora el alma de Fernando la quiero llevar yo. No sé si alguien más la quiere llevar, pero yo me aproveché y ahora la llevo yo.
COMENTARIOS
Para comentar este artículo debes ser suscriptor.
Lo Último
Lo más leído
2.
4.
¡Aprovecha el Cyber! Nuestros planes a un precio imbatible por más tiempo 📰
Plan Digital$990/mes SUSCRÍBETE

















