
La cultura como un efecto óptico

Es probable que con la inauguración de Lucila, el nombre del proyecto artístico seleccionado como monumento a Gabriela Mistral, baje definitivamente el telón de la gestión cultural del gobierno en curso. Sería un cierre, un punto final. El monumento debería inaugurarse el primer trimestre del año entrante, un plazo breve para construirlo, como apurada fue la idea de rendirle homenaje a la poeta premio Nobel con un hito conmemorativo en Plaza Italia.
El objetivo más parece un plan fraguado a la rápida, que sirviera de contrapeso al inminente retorno de la estatua del general Baquedano a la zona, que un sincero interés por reivindicar la importancia de Mistral, cuyo legado -profundo y complejo, como ella misma lo era- ha sido interpretado, reinterpretado, redescubierto y vuelto a considerar por distintas generaciones a la luz del péndulo de una historia reciente que en la última década ha oscilado a una velocidad de vértigo.
El proyecto elegido luce en la maqueta presentada a los medios como una metáfora inesperada de lo que ha sido la gestión en cultura del gobierno: una obra que concentra todo su valor en un efecto óptico que depende de la posición física de quien la contemple, una suerte de guiño juguetón que no termina de cuajar en una propuesta concreta.
La obra está concebida como una línea de 16 varas verticales de acero recubiertas en aluminio bruñido, algo así como un letrero de carretera fragmentado, cuyo mensaje debe ser descifrado por el paseante de ocasión. Si se está en el lugar preciso, mirando en ángulo adecuado, será posible descubrir la imagen secreta que se forma en la sucesión de varas y que resulta ser el rostro ya conocido de una escritora a la que no le gustaba ser retratada.
La propuesta desafía la convención más obvia de los tiempos que corren: habitamos una época sobresaturada de pantallas, un tiempo en el que la posibilidad de reproducir imágenes es masiva y extendida. El rostro de Mistral -su perfil duro, su frente amplia, su mirada adusta y de vez en cuando su sonrisa- está tan presente en nuestra vida cotidiana, como el cliché de las rondas de niñas, por lo que hacer descansar en el retrato de la poeta todo el peso del sentido del monumento resulta desalentador.
La representación de Mistral es un misterio ya resuelto, una presencia que merecía ser elevada, no reproducida. Ni en su materialidad ni en su ejecución el proyecto ganador mantiene un vínculo con la homenajeada ni con su obra, de hecho, el mismo tipo de estructura -juncos metálicos que forman una imagen- fue utilizada para un monumento ya existente que conmemora al pintor Nemesio Antúnez en Av. Santa María.
El conjunto de varas será dispuesto como un gran biombo y compartiría espacio con las estatuas ecuestres de Baquedano y de Manuel Rodríguez, la estatua del Genio de la Libertad y el monumento al Presidente Balmaceda. El conjunto de obras, de distinta época, escala y estilo, oficialmente ha sido calificado como un “polo de monumentos”, aunque más bien evoque la acumulación de figuritas de porcelana y bronce de una mesita de arrimo, o un conjunto de recuerdos de viaje que se disponen en una vitrina del living.
El gobierno cerrará su gestión en el área con la inauguración de un biombo gigante que más que celebrar a la poeta representa la fragilidad de un legado casi inexistente en lo que a políticas culturales se refiere. El impacto del proyecto de los puntos de cultura ha sido minúsculo, y el efecto que podrá tener el pase cultural, marginal teniendo en cuenta lo tardío de su puesta en marcha.
El monumento a Gabriela Mistral bien podría ser la metáfora de lo que comenzó con un cúmulo de promesas en una campaña que gozó del respaldo unánime de aquello llamado “mundo de la cultura”, pero que a poco andar se reveló como un discurso vacío de contenido y horizonte.
No hubo avances legislativos, tampoco fortalecimiento institucional; hubo centros culturales y fundaciones que acentuaron su decadencia y otros, como el propio GAM -también dedicado a la poeta- que continúa estancado, dormido en las viejas glorias pasadas anteriores al estallido social, a la espera de que se retome la construcción de la gran sala que, pese al anuncio presidencial de hace dos años, aún no está confirmada su ejecución.
El gobierno no sólo traicionó su propia promesa de campaña de poner a la cultura en el centro de su gestión, sino que la transformó en un área aún más periférica de lo que era hace cuatro años; provocó conflictos internos entre gremios con decisiones desatinadas -cabe recordar lo ocurrido en Valparaíso con los artistas visuales-; hizo estallar la confianza en las fundaciones culturales con sus vinculaciones políticas con Democracia Viva y ProCultura; involucró a Cultura en la compra inconstitucional de una casa de un expresidente a la que se destinarían recursos de los que los museos existentes carecen, y ninguneó la conmemoración de los 50 años de la muerte de Neruda de un modo casi tan grosero como la lamentable puesta en escena de la conmemoración del Golpe de Estado.
El efecto más concreto de esta cadena desafortunada de inoperancias ha sido la escasa o nula mención a Cultura en los discursos de los candidatos presidenciales en carrera. El peor escenario para el área es que sea elegido un gobierno de ultraderecha, que una vez en el poder tendrá la cancha libre para hacer lo que ya ha hecho el gobierno de Javier Milei en Argentina con las instituciones de la cultura: eliminarlas.
A diferencia del país vecino, aquí los recortes gozarán de las facilidades heredadas por una gestión que hizo de la cultura, más que una bandera de lucha, una ilusión óptica fugaz, un efecto sin contenido, la algarabía de una farra cuya resaca la sufrirán quienes no fueron invitados a la fiesta.
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