Cuidadoras de semillas: La lucha para poder reproducirlas libremente
A comprarlas, a entregar sus ejemplares a la investigación y a cultivar bajo los parámetros de la agroindustria se resisten en Chile miles de campesinas y campesinos. Creen que el secreto de la buena alimentación está en las semillas que pueden reproducirse libremente, que se adaptan a los territorios, que generan una enorme gama de colores, sabores, formas y tamaños y que se cultivan sin fertilizantes artificiales, pesticidas ni químicos. De sur a norte, cuidadores de semillas, en su mayoría mujeres, intentan conservar sus variedades, reproducirlas y expandirlas para que no desaparezcan con los avances de la biotecnología. Estas son sus historias.
Un puñado de semillas recibió Hortensia Lemus (55) hace 10 años en un intercambio de productos entre familias del Valle de Tatara, en la provincia del Huasco. Entre esas había una distinta, que a simple vista parecía de zapallo. Hortensia la plantó junto a un olivo y una matita débil, poco frondosa y nada de especial, comenzó a emerger de la tierra. Un fruto, que seguía pareciendo zapallo, crecía en una de sus ramas con mordiscos de conejo.
Para que no se pudriera, lo cosechó y lo abrió con curiosidad científica. “Era chiquitito, verde limón por fuera y rosado por dentro, con pepas pequeñas. Lo probé y era dulce, dulce. ¡Era una sandía! Exquisita. Nunca había visto una así”, recuerda. Separó y limpió las pepitas y junto a la organización Biodiversidad Alimentaria, que agrupa a investigadores y agricultores en torno a la recuperación y conservación de semillas tradicionales de las comunidades indígenas y campesinas de Chile, comenzó a reproducirlas. La sandía cuero de chancho, como la llaman en la zona, estaba casi extinta, y gracias a este rescate, actualmente está en las huertas campesinas del Huasco.
En la última década, Hortensia se ha dedicado a visitar casa por casa a las y los agricultores más viejos del valle en busca de aquellos ejemplares casi extintos y olvidados. Variedades de tomates como el tenca, pequeño, amarillo, de intenso sabor, que antes crecía silvestre en los cerros; las habas moradas; el poroto colpe, llamado así por la quebrada en donde se da; las arvejas orejonas; la sandilleja, una sandía de más de 20 kilos, o el cidro, fruto cítrico con forma de pulpo, se reproducen para conservar sus semillas y clasificarlas en la casa semillera de Biodiversidad Alimentaria en el Valle Tatara. Más de 1000 variedades, conservadas en frasquitos y recipientes de calabazas, repletan sus estantes para que pequeños agricultores puedan usarlas. Una vez que cosechan, deben devolver a Hortensia, responsable de la entrega, un 20% de la producción de semillas. La idea es afianzar un compromiso sin dinero de por medio.
Cientos de agricultores obtienen así de forma libre semillas diversas y tradicionales, que pueden seguir reproduciendo en sus campos sin necesidad de volver a comprar. Aunque parezca algo normal, esta práctica está fuera de los marcos establecidos por el UPOV 91, acuerdo que el Estado ratificó en 2011 y cuya sigla refiere a la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales. El convenio aclara que las empresas que inviertan dinero en desarrollo y tecnología para mejorar semillas tienen derechos de propiedad intelectual sobre ellas y que quienes quieran usarlas deben pagar todas las veces que las siembren, porque además al ser modificadas no permiten su reproducción natural. Se abrió la posibilidad de que compañías inscribieran como propias variedades locales y ancestrales desconocidas en el mercado, siempre y cuando las mejoraran, y creció en Chile la industrialización y venta de semillas genéticamente modificadas, incluso transgénicas. El campo se llenó de ellas. A comprarlas, a entregar sus ejemplares a la investigación y cultivar bajo los parámetros de la agroindustria, se resisten en Chile miles de campesinas y campesinos, quienes creen que el secreto de la buena alimentación está en las semillas libres que se cultivan sin artificiales ni pesticidas.
“Yo no compro nada que no produzca aquí en mi casa o que no sepa de dónde proviene. Una coliflor del supermercado en tres meses está lista para ser consumida. En cambio en mi huerta esa coliflor en tres meses apenas es una pequeña mata. No puede ser rica ni sana una verdura que se acelera su crecimiento”, afirma Patricia Miranda (56), quien junto a su hijo Jaime Aránguiz son promotores en Paine de la agricultura orgánica y cuidadores de más de ocho variedades de choclos, como el maíz morado, el blanco, el maíz camelia, el curahua, el choclero, el diente de caballo y el ocho corridas.
Los padres de Patricia le enseñaron a cultivar la tierra a la antigua y a seleccionar y guardar las mejores semillas para la próxima siembra. Actualmente ella y su hijo hacen lo mismo en una pequeña casa de madera: en frascos lejos del calor y la humedad, con ceniza, ajo, tomillo, laurel o quillay para mantenerlas libres de plagas, cuidan 270 variedades de casi todas las regiones de Chile y realizan trueque o préstamo con otros campesinos.
Cerca del terreno de Patricia, funciona la fábrica de semillas de maíz, soja y de colza de Monsanto y Bayer, que generan semillas modificadas genéticamente para la exportación. Chile en los últimos años se ha convertido en el mayor exportador de semillas del hemisferio sur y una quinta parte de estas son transgénicas. Según cifras de Chile Sustentable, Chile siembra actualmente alrededor de 10 mil hectáreas de semillas transgénicas, en su mayoría maíz, soya y colza. Desde 1993 que el SAG lo permite, sin regulaciones respecto a la distancia que deben estar estos cultivos de los terrenos de agricultores locales, cuyas semillas tradicionales se ven expuestas a ser genéticamente contaminadas a través de la polinización. “En Paine estamos en una lucha por esto. A mí ya me ha pasado que se me contaminan mis variedades de maíz. Por eso nos preocupamos de guardarlas y de cultivar lo más lejos posible de los terrenos de Monsanto”, dice Patricia. Al sindicato Águilas Campesinas, en donde participa junto a otros agricultores que trabajan de manera orgánica, lo que más les preocupa es el avance de las prácticas de la agroindustria entre los vecinos y cómo se ha normalizado la comercialización de semillas.
Red que germina y crece
En 2013 fue el estallido de las semillas libres según Valentina Vives (33), química y bióloga ambiental que en Niebla –cerca de Valdivia– produce su propio alimento y resguarda semillas locales junto a su familia. Ese año Chile fue el anfitrión del segundo encuentro de semillas libres de Latinoamérica en un terreno en Laguna Verde. Fueron ocho días en donde más de 800 activistas semilleros, campesinos y agricultores orgánicos intercambiaron productos y semillas, hicieron talleres prácticos, charlas y círculos de conversación en torno a la urgencia de cuidar la biodiversidad alimentaria. “Fue la consolidación de una red latinoamericana”, recuerda Valentina.
De la Red de Semillas de Libertad –que hoy es parte de la campaña global Seeds of Freedom– se desprendió la Cooperativa Semilla Austral en donde Valentina trabaja junto a 14 familias de seis regiones de Chile en la producción de semillas locales. “Estamos enamorados de la biodiversidad, de la tierra y de su generosidad. Tenemos una visión ética compartida de que la semilla es un bien común y trabajamos por defenderla, multiplicarla y entregarla a quienes la necesiten”, dice Valentina.
Con la pandemia, asegura, han sido cientos las personas que han contactado a la cooperativa para pedirles. “Estoy muy feliz de que así sea. Para nosotros lo ideal es que quienes nos piden no vuelvan más por las mismas: es elemental que continúe el ciclo”, dice. En la casa de semillas de la Cooperativa, ubicada en Valdivia, tienen más de 10 variedades de habas, más de 100 de porotos, cereales y tomates, 10 tipos de cilantro, 25 tipos de lechugas y suma y sigue. El objetivo es lograr tener en cada zona del país un faro de semillas libres abierto a los agricultores.
Kimün: el conocimiento de la tierra
En la región de la Araucanía hacia la costa, en la tierra de sus padres y sus abuelos cerca de Carahue, Patricia Huichalao (54) siembra las mismas semillas que sembraba su abuela materna, una mujer mapuche que nunca se escolarizó ni aprendió a hablar castellano, pero tejía maravillosamente chamantos, hacía vasijas de greda que Patricia aún conserva, preparaba remedios caseros con las hierbas que encontraba en sus caminatas y sabía todo sobre partos naturales. Desde ella viene todo el kimün –conocimiento– sobre la tierra que Patricia lleva a la práctica. “Son cosas que se transmiten en el ADN, no se aprenden en la universidad”, asegura. En cántaros de greda o bolsitas de papel, Patricia va reservando las mejores semillas de poroto, maíz, quínoa, zapallo y decenas de otras. “Tengo un champurriado, pero sé cuál es de cuál. Agarro un puñado y lo tiro a la tierra. Intento que la huerta sea lo más variada posible, con flores, cebollín, hierbas medicinales como matico o romero. Entre especies se protegen de las plagas y se aportan nutrientes. Ese es el secreto”, dice Patricia. Junto a otras 40 mujeres, es parte de la Asociación de Mujeres Indígenas y Rurales Hueichafe Domo, que agrupa a distintas comunidades mapuche de la zona con el objetivo de proteger prácticas ancestrales de cultivo.
A 1500 kilómetros del terreno de Patricia, con escasas lluvias pero con un caudaloso río nutrido por las aguas que bajan de los glaciares cordilleranos, viven María José Araya y Mauricio Alfaro, de la Cooperativa Semilla Austral. El Valle de Huasco, a pesar de bordear el desierto, es uno de los lugares de Chile con más producción agrícola y variedad de especies vegetales y frutales. La abuela de Mauricio, de origen diaguita al igual que muchos habitantes del valle, le enseñó sobre cultivo en terrazas, riego a través de canales y sobre especies como el algodón blanco y de color, endémico de la zona y usado por sus antiguos habitantes para hacer vestimentas. De ella heredó también el chícharo, base en la alimentación prehispánica, y algunas especies de maíz. “Desgranarlo para alimentar a los animales era una actividad familiar y se hacía mientras conversábamos. Mi abuela decía que las mejores semillas del choclo eran los granos del centro y que había que tratarlas con harto amor, sin químicos”, recuerda Mauricio Alfaro.
Semillas activas y en movimiento
En Vicuña se encuentra el banco base de semillas del Instituto de Investigaciones Agropecuarias del Ministerio de Agricultura. Es un verdadero búnker con sofisticadas cámaras que permiten guardar por medio siglo hasta 50 mil semillas clasificadas como extintas o en peligro de extinción, pensando en un futuro en donde cada vez será más desafiante producir alimentos.
A la mayoría de las mujeres cuidadoras de semillas, la idea de guardarlas sin plantarlas ni intercambiarlas no les hace sentido. Creen que para preservarlas deben correr libres por los territorios y resistir al avance de la agroindustria. “En mi experiencia puedo decir que en estas arcas, como la que hay en Vicuña, las semillas se olvidan. Al igual que las plantas y los seres vivos, las semillas tienen memoria y se adaptan al territorio donde germinan. Tienen arraigo territorial e información sobre el ecosistema en donde crecen, y aunque pueden durar años sin ser plantadas, en general pierden su potencia al no mantenerlas activas, dinámicas, frescas. Refrigerarlas es como matarlas lentamente”, asegura Valentina Vives.
“Tiene que estar activa”, dice Zunilda Lepin (63), mujer mapuche de Temuco cuya casa funciona como una estación para el tránsito de semillas que ella recibe, regala e intercambia a quienes llegan. “Cuando tengo una semilla que es del año del ñeuco y que no he plantado, se la doy a otra persona para que le de vida. Para mí son como hijas que tienen que seguir su rumbo. Debo tener miles de bisnietos repartidos por ahí”, dice riendo.
Para Patricia Huichalao, la semilla heredada por sus ancestros es la misma que se siembra, que se cosecha y que se vuelve a sembrar. En los Trafkintü –antiguas ceremonias mapuche de intercambio de semillas y plantas a las que llegan comunidades de todos los territorios–, a veces a Patricia le toca desprenderse de sus semillas regalonas, pero le tranquiliza saber que seguirán reproduciéndose en otras tierras y que a cambio podrá tener otras variedades. “Descubrí que existía quínoa blanca, porque yo solo cultivaba la negra y la gris, y la última vez me pasaron acelgas moradas y amarillas. Solo tenía verdes”, cuenta.
“La semilla es una guerrera innata y somos las mujeres campesinas las más preocupadas por cuidarla. Somos privilegiadas con nuestras manos, las hacemos vivir. Sabemos proteger, proveer y alimentar con ellas”, dice Hortensia Lemus, mientras a través de una videollamada muestra con emoción cómo están creciendo sus pequeños tomates amarillos agarrados de un tutor en medio del desierto. “A veces una encuentra variedades en quebradas con muy poca agua y con un clima muy rudo, pero están ahí, en su territorio. La semilla tradicional es sabia, valerosa, resistente. Se adapta y se expande”.
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