Bajo la capa transilvana

Lafourcade me estimuló a escribir en una época en que yo estaba lleno de dudas e inseguridades.


Los individuos de mi generación, aquellos que nacimos alrededor de 1970, tenemos una deuda importante con Enrique Lafourcade, pues sus columnas semanales –ácidas, melancólicas, brutales, mundanas, apetitosas, inteligentes– contribuyeron a que nuestras juventudes fuesen menos grises dentro de un contexto definido precisamente por la grisura. La falta de obsecuencia, la cultura no subyugada por la religión, el humor negro, el sibaritismo y el arrojo no eran, por aquel entonces, atributos de exposición habitual en la prensa. Quienes leíamos el diario, naturalmente gozábamos con su estilo.

¿Cómo olvidar las pullas que dirigía a José Donoso o a Jorge Edwards, figuras hasta ese momento intocables en nuestro severo parnaso literario? ¿Cómo olvidar esa columna feroz en la que trató a Carlos Saúl Menem de "mersa" irredimible (alguien que, según la jerga argentina, ostenta gustos y costumbres vulgares), adelantándose en muchos años a un juicio que hoy en día está bastante establecido?

Lafourcade fue mi profesor en la universidad y a partir de ahí trabamos amistad. A clases concurría por lo general acompañado del cuentista Enrique Moletto, miembro también de la generación del 50, quien colaboraba con alusiones circunstanciales de carácter memorioso. Lafourcade nos hacía escribir semanalmente breves textos sobre un tema contingente –"ensayos" es mucho decir: éramos una manada de asnos–, los que luego analizábamos en conjunto. Hablo de mediados de los años 90, cuando él ya ejercía como jurado maldito en ese gran programa que fue ¿Cuánto vale el show?

Dos enseñanzas dejó en mí la cercanía que mantuve con Lafourcade, a quien, dicho sea de paso, jamás percibí como al sádico de capa transilvana que tan bien encarnaba en su rol televisivo: la estructuración de una mentalidad crítica y las bondades formativas del viaje, del partir sin mirar atrás. "Viajen, viajen todo lo que puedan", solía decir en clases. "Ándate, abandona la comodidad de tu entorno, la vida ciertamente puede estar en otra parte. Y, de ser posible, no regreses más", me dijo otra vez en su casa.

Ahora que lo pienso, ambos consejos cobraron una importancia insospechada en mi vida posterior. Lafourcade me estimuló a escribir en una época en que yo estaba lleno de dudas e inseguridades. Y no es que hoy por hoy esté liberado de ambas, pero, bueno, vivo de lo que escribo, y lo hago mientras él avanza en aquello que comúnmente se entiende por viaje sin retorno.

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