Columna de Óscar Contardo: La vitalidad de los clichés
El cofre de lugares comunes acaba por llenarse en Chile, un país cuya élite se considera una suerte de excepcionalidad continental, pero en donde el Presidente recibe una imagen de la Virgen de Fátima en el Palacio de Gobierno como si se tratara de un dignatario extranjero. El imperio del pensamiento mágico criollo de un lado, del otro la crueldad de destacados dirigentes de la derecha local que se lamentan públicamente porque un tribunal condenó a un exalcalde y militar en retiro por aplicar torturas cuando ejercía como agente de la represión en dictadura.

Las palabras pueden ser como cofres que vamos llenando y vaciando de cuando en cuando. A veces contienen fotos antiguas, en ocasiones, algunas joyas valiosa, un anillo de plástico o un documento que alguna vez alguien creyó necesario guardar ahí. La expresión "Latinoamérica", por ejemplo, es un cofre tallado originalmente en Francia en el siglo XIX que acabó reemplazando la noción Hispanoamérica o Iberoamérica. El baúl resultaba ser lo suficientemente amplio y carente de estilo propio como para acoger no solo un conjunto geográfico, sino una idea de lo que era un espacio cultural que miraba a Occidente -Estados Unidos y el norte de Europa- desde el sur, como un niño que contempla a sus mayores o un mendigo que extiende la mano en una esquina. En el bautizo, la criatura no tuvo voz, solo recibió una etiqueta que simplificaba las cosas. El concepto "latino" cobraría a partir de ahí una vida propia en Estados Unidos, ya no para referirse a Cicerón y su lengua, sino a todo lo que tuviera relación con los vecinos de abajo, a sus idiomas, su apariencia, su clima, sus costumbres. La mayor parte de ellos son morenos, pero no todos; la mayor parte de ellos habla castellano, pero no todos; la mayor parte de ellos mueve bien las caderas, pero no todos; la mayor parte de ellos son alegres, fiesteros, pero hay excepciones. Sospecho que el significado de lo "latino" para un ciudadano común de los Estados Unidos debe ser algo parecido a "lo bárbaro" para el Imperio Romano: un asunto fronterizo, un hábitat con bordes internos imprecisos. La mirada de la metrópolis nos determina, nos sitúa, como quien pega una postal en un panel de corcho sobre el escritorio. Hay palmeras, playas, revoluciones, favelas y dictadores. Un mosaico colorinche que de cerca resulta confuso y solo cobra aspecto definido tomando la distancia adecuada para apreciarlo.
En su libro Banco a la sombra, la escritora argentina María Moreno incluye una crónica sobre sus primeras visitas a Chile, en los 70, antes del Golpe. Moreno cuenta que vino acompañando a Mario, un novio que seguía la ruta del Che Guevara, en una "iniciación militante" a la que ella se sumaba más por la experiencia del viaje que por compromiso ideológico. El relato está bordado de las irrelevancias luminosas de la convivencia forzada por la aventura, detalles que ilustran una relación de pareja sin destino y los rasgos de carácter de un tipo humano, los de su novio de aquel momento. Mario era la encarnación del joven varón comprometido por una causa que sostiene con una inteligencia dedicada y una voluntad evangelizadora: "Era de los que esperan el error para reconvenir, se diría que los esperaba para ejercer su misión pedagógica". Mientras leía el relato, pensé que si Mario fuera joven hoy, de ser chileno militaría en el Frente Amplio.
Los clichés en ocasiones tienen una vitalidad alimentada por los hechos, los discursos y reflexiones con los que se pueden cortar paños baratos para hacer un traje pret-a-porter que tal vez no sea a la medida, pero calza y ajusta para reforzar el tópico y adivinar un patrón que se repite, un reflujo histórico que en el caso de nuestro continente ya parece los efectos de un hechizo de Sísifo. En menos de dos semanas, todos los prejuicios sobre la región han sido refrendados por la realidad: por unas horas Perú tuvo dos presidentes; fue difundida una foto que vincula al mandatario brasileño con un sicario sospechoso de asesinar a una joven concejala, y la economía argentina anunció un nuevo registro de pobreza, empeñándose en demostrar que es posible hacer que un país rico y educado produzca miseria con dedicación y eficacia. Como si eso no bastara, el gobierno ecuatoriano impuso estado de emergencia para enfrentar las protestas callejeras por el alza de precios, y la fiscalía de Estados Unidos acusó al presidente hondureño de recibir un millón de dólares de un narcotraficante. Venezuela, en tanto, sigue vaciándose de una población que escapa desesperada de un derrumbe en cámara lenta.
El cofre de lugares comunes acaba por llenarse en Chile, un país cuya élite se considera una suerte de excepcionalidad continental, pero en donde el Presidente recibe una imagen de la Virgen de Fátima en el Palacio de Gobierno como si se tratara de un dignatario extranjero. El imperio del pensamiento mágico criollo de un lado, del otro la crueldad de destacados dirigentes de la derecha local que se lamentan públicamente porque un tribunal condenó a un exalcalde y militar en retiro por aplicar torturas cuando ejercía como agente de la represión en dictadura. ¿A qué se deberían dedicar los jueces entonces?
Somos una región imaginada de curiosas fronteras internas, un Macondo de pájaros obscenos aleteando en acentos extraños, una desesperación que no cesa, un conjunto de voluntades sin dirección esperando una promesa que jamás se cumple; somos la esperanza que nace frustrada en el sur con la mirada fija en un punto ciego encadenado al norte.
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