Mi año artesanal
Después de 30 años de intensa vida profesional, los últimos ocho como directora de Revista Paula, la periodista Milena Vodanovic renunció a su trabajo, un cargo que le daba visibilidad y un buen ingreso, y arrendó un taller en una vieja casona de Ñuñoa. Ahora lleva un año dedicada a hacer cerámica, a dibujar y a encontrarse con el nuevo yo que le apareció tras bajarse de la micro. Este es su relato.

Esto es así. El 1 de marzo de 2015 dejé la revista que dirigí por ocho años y en la que trabajé dos décadas. Renuncié.
Desde hacía rato me sentía drenada. La maravilla metabólica del trabajo creativo, esa que hace que mientras más se entrega más se devuelve, transformado y enriquecido en el proceso, había desaparecido. En los últimos años sentía muy poca retribución. En parte, pienso ahora, porque estaba dando más de lo mismo, pisando un terreno demasiado conocido, hundido ya de tanto taconearlo; y, también, probablemente, porque necesitaba otro tipo de gratificación.
El hecho es que el que había sido durante muchos años un trabajo fascinante para mí, del que siempre me había sentido orgullosa, en el que crecía y aprendía, me aburría. En el último año me veía repitiendo ideas y frases que antes habían estado llenas de sentido y que ahora, no más pronunciarlas, devolvían el eco de un vacío. Muerto. Falso. Terminado.
Pensé: tengo 52 años. Pocos quedan antes de que las ganas de hacer choquen con un cuerpo añoso. Calculé: me quedan 20, probablemente. Y me dije: esos 20 se tienen que tratar de otra cosa.
Así es que me fui. Me puse, voluntariamente, en una posición de incertidumbre, vulnerabilidad y posibilidades. Y con ello, poco a poco, porque no ocurre de una vez, empezó una nueva vida. Una que yo soñaba y que, sin embargo, me es desconocida. Como un novio reciente: entretenido, estimulante y peligroso. No sabemos con qué nos estamos involucrando todavía.
No es que me haya separado, ni cambiado de casa, ni me haya ido a buscar la alegría a Bután, a lo Elizabelth Gilbert. Simplemente me bajé de la micro.
Lo primero fue el silencio. Yo, que recibía más de 100 mails por día, contestaba acumulados whatsapps mientras iba manejando, estaba permanentemente en interacción con más de 50 personas y resolvía simultáneamente en varios frentes, de pronto podía mirar por la ventana sin ninguna interrupción.
Me gustó esa paz.
Empecé a fijarme en cosas para las que antes no tenía tiempo. Cosas importantes de verdad: percatarse de la inmensa variedad del colorido de las hojas de los árboles; de la vitalidad escondida en el soterrado ruido del vecindario, de cómo en primavera, poco después del gran fulgor, se acumulan las flores muertas a los pies de los cerezos, esa nieve de pétalos que sella el brevísimo momento estelar.
Empecé a disfrutar muchísimo más de los cambios de clima, de tomarme un té o de hacerle cariño al perro. Volví a detenerme en asuntos que en los que no me fijaba desde niña, como el polvo que flota en los rayos de sol. Obvio: podía estar plenamente en esas cosas, no pensando en las miles de otras que tenía que hacer. Comencé a deleitarme con lo simple, como afirma el cliché. Principié a atisbar una existencia consciente, como diría el mindfulness.
En esa paz comenzó a anunciarse tímidamente, pero con una presencia arrolladora, una conexión personal con una yo que no sé dónde andaba antes pero que, puedo afirmar con bastante autoridad, es una yo mucho más yo que la anterior; sin desmerecer a la antigua, por cierto.
Es decir, he recibido, con bastante sorpresa, a una visitante de mí misma. Nos hemos ido haciendo amigas y mi conexión con ella me resulta hoy fundamental. Puedo intentar describirla como un escuchar desde adentro. Un mirar y decidir desde un sitio que no es el de la razón –yo, la reina de la estructura, la comunicación, el pensamiento lineal- sino desde otro lugar que tengo la tentación de dejar innominado porque si he de ponerle un nombre sólo se me ocurre una palabra que siempre deseché por siútica.
Cuando esta amiga nueva habla, lo hace desde la verdad. No calcula, no analiza pros ni contras, no mide. Lo que dice, es. Es y punto.
Ha sido un ancla. Y yo la necesitaba. Mucho.
Fue desde allí de donde surgió atronadoramente la convicción de que lo que yo tenía que hacer –al menos por un rato- no era buscarme otra pega, ni postular a un cargo, ni irme de viaje, ni llenarme de nuevas actividades que me mantuvieran ocupada, sino hacer cerámica.
Hacer cerámica y dibujar.
¿Hacía yo cerámica antes? Un poquito. ¿Dibujaba? Estaba convencida de que no sabía, aunque mis cuadernos de las reuniones de pauta estuvieron siempre decorados con florcitas que iba haciendo automáticamente mientras mi cabeza y mi voz se desplegaban a velocidad de rayo por mi mundo seguro: las ideas, las palabras.
Lo de este año ha sido otra cosa. Tacto. Imagen. Hacer con las manos. Confiar en que de todo esto algo bueno saldrá, porque así me lo ha dicho, suavemente, mi nueva amiga sabia. No ha sido un gran salto. O tal vez sí, si es que es un gran salto darse permiso para entrar en otras aguas.
Que me he asustado, por supuesto. Que he sentido que estoy haciendo una locura, también. Que temo “desperfilarme”, obvio. Empobrecerme, a cada rato. Mi hijo dice que me estoy volviendo hippie. Pero, tengo que recordármelo a menudo, ¿no era esto lo yo quería? ¿no quería yo ensayar una vida diferente?
El ejercicio ha implicado un moverse a tientas, como siempre que uno traspasa los márgenes del mapa habitual. He buscado cursos y he tenido maestros. Uno, José Domingo Prado especialmente, a quien estoy infinitamente agradecida. Sobre todo, he quedado boquiabierta con la cantidad de gente, en su mayoría jóvenes, que hoy en Chile se aferran a sus artes como camino de vida, no dispuestos a transar por un mejor sueldo y un buen puesto con horario. Son personas generosas que no temen ser copiadas ni superadas si enseñan lo que saben. No piden ir en el negocio, no dosifican los datos que dan. Entregan lo suyo con total alegría, entusiasmados de que otros accedan a la felicidad que a ellos les ha entregado el oficio.
Su vitrina está fuera de los circuitos ruidosos. Y es muy tecnológica. Un espacio al que también me asomé. Instagram –la amable red de imágenes- fue la galería donde tímidamente me atreví a ir testeando si mi nuevo yo y su incipiente producción resonaban de alguna manera en el resto.
Lo que encontré fue estímulo. Y también inspiración. Un incentivo literalmente mundial, pues ahora sigo cotidianamente los pasos de tres mujeres artistas de Portland, Maine, a quienes no he visto en mi vida, pero con quienes mantengo una conectada agenda. Comentamos nuestros trabajos, nos alentamos.
En ese hurgueteo visual descubro ideas, algo así como pares, reflexiones sobre el quehacer y hasta entrenamiento concreto. Uno de los cursos más interesantes que tomé fue online. La profesora, norteamericana, jamás me ha visto la cara, pero me enseñó paso a paso la técnica de Mishima Inlay con la que decoré las 187 piezas que vendí para Navidad.
Ha sido entretenida esa exploración exterior. Pero no se compara con la intensidad del verdadero viaje: todo aquello que ocurre en la soledad del taller, cuando estoy sentada frente a una bola de arcilla que debo convertir en taza o en bowl. Parece simple, pero el trabajo alfarero es mucho más que la capacidad de construir algo útil y bien hecho, lo que ya es harto. Ocurren muchas otras cosas en el proceso. Aprendizajes profundos que tal vez se den también en otras áreas, pero que en la inescapable realidad concreta del trabajo manual, resultan insoslayables. Y por lo mismo, se encarnan.
La arcilla tiene su tiempo: el pocillo torneado -si es que se tuvo la pericia de poder alzar desde el plato giratorio un artefacto suficientemente centrado, estructurado y firme- debe esperar algunos días para la siguiente etapa, el retorneado, donde se refina la forma y se aliviana el objeto. Si se hace antes, lo rompes. Si es después, está ya demasiado consolidado como para corregir. Todo es método, constancia, práctica. En cada etapa algo puede suceder para que el resultado esperado se tuerza. A veces estoy convencida de que voy a obtener una botella gris y aparece una verduzca. O paso a llevar con la manga un jarrón perfecto y lo quiebro, o la pieza se rompe o deforma en alguna de las dos quemas a las que hay que someterla. Las frustraciones son permanentes.
Yo, que venía de un ámbito en que, por lo general, me las sabía todas, me encontré súbitamente en el estado de aprendiz y vi lo que le pasa al novato cuando fracasa. El abatimiento es total. Ha estado entusiasmado aprendiendo un proceso nuevo, ha puesto esfuerzo y ganas, se ha pasado películas con todo lo que hará después y espera expectante el maravilloso resultado. Cuando este no llega, el primer pensamiento es abandonar. El yo interior exigente, centrado en el logro, duro y castigador emite su atronador veredicto: “Estúpida. Cómo se te ocurre cambiar de oficio a los 50 años”. Pero lo distinto es que ahora aparece mi nueva amiga, la que pudo hacer oír su voz cuando me bajé de la micro. Cuando me interpela, nunca habla golpeado. Y lo que dice es siempre lógico y amable, como “estás aprendiendo, no seas dura contigo misma”.
Si escucho a la nueva amiga, aparecen, desde habilidades mías insospechadas, nuevas maneras de enfrentar el problema, fuerza para volver a intentarlo e, incluso, sorprendentes soluciones. Los pocillos más lindos que he hecho en este tiempo surgieron a partir de un inconveniente que me estaba precipitando a la tentación de abandonar. La perseverancia abre espacio a la creatividad.
En estos meses en el taller, en esas horas lentas viendo pasar la luz del día, inmersa en el trabajo concreto, entendí mejor que nunca el espanto de vivir en esta sociedad centrada en las metas, en el estado de resultados, en el efímero momento del triunfo, si es que llega, y el ninguneo permanente por el cómo se llega, con quién se llega, a costa de qué se llega, a qué precio se llega. Esta sociedad triunfalista, apurada, de la que soy parte como todos, donde la vida se nos escapa a cada momento porque siempre hay algo “después” que conquistar.
Me asusta ver que este artículo se acerca peligrosamente al lenguaje de la autoayuda. Pero no tengo otra forma de explicarlo. Porque es así. Las cosas desde abajo de la micro se ven de otra manera.
Y desde ahí hay al menos dos preguntas que me han surgido en mi año artesanal que no logro contestar, salvo que la respuesta sea que estamos infinitamente más enfermos de lo que somos capaces de atisbar.
La primera es en qué momento el trabajo manual desapareció de la enseñanza escolar cuando tiene una capacidad tan poderosa de enfrentar al niño, al joven, de un modo concreto y asible a sus habilidades, a sus dificultades y al proceso de transformar el “no puedo” en un “voy a intentarlo”. Cuando un niño, un hombre, crea y produce algo hecho con sus propias manos, en uso de su talento, ese objeto es una prueba ineludible de su aptitud. No hay evaluación, no hay la mirada de la profesora, ni voz de los pares: el objeto está ahí –el cuenco, el mantel, el estante, el brazo de reina- y puede ser observado, valorado, usado por otros. Qué mejor atajo a la autoestima.
No logro entender cómo la educación moderna desestimó tan radicalmente la dimensión formadora de los oficios sólo porque los bienes producidos ahora podían ser comprados fácilmente en el mercado.
La otra pregunta es por qué esta sociedad estableció que el trabajo manual valía tan, tan poco. No me cabe en la cabeza que una taza hecha a mano, con cariño y oficio, pueda ser tan fácilmente reemplazada por una baratería fabricada en serie en una máquina operada por un chino lateado y mal pagado.
Conozco los argumentos. Sé que la tecnología permitió liberar el trabajo de hombres esclavizados y soy magíster en gestión de negocios así es que entiendo perfectamente eso de agregar valor y de los costos alternativos. Sin embargo, permítanme que les diga que nada de eso consigue que me parezca adecuado que el salario de un gerente supere en 20 veces el de un maestro albañil, porque finalmente sin el maestro albañil no se haría ninguna casa y sin el gerente, sí.
¿Por qué diablos llegamos a la conclusión de que un mueblista era “menos” que un abogado; que un talabartero era “menos” que un arquitecto, que una eximia tejedora era “menos” que un periodista?
Y si el tema es que quienes hacen trabajo manual serían hoy más reemplazables, el argumento quedó fuera de tiesto hace rato porque es más fácil hoy encontrar un ingeniero comercial que una buena modista, un ebanista o un gásfiter.
Entonces… ¿qué afán mental nos llevó a desconectarnos de nuestra intrínseca condición de hacedores, y de todo lo que ese proceso enseña en su camino paso a paso, consciente y misterioso?
Invito a preguntárselo. Por ejemplo, pueden partir por leer El artesano, el magnífico libro del sociólogo Richard Sennett que explora en el empobrecimiento ético que sufre la sociedad contemporánea a partir del desplazamiento del trabajo artesanal. Y también me permito sugerir vivírselo. Darse un rato al día para trabajar en un objeto hecho por uno mismo. No es difícil. Y las recompensas pueden ser sorprendentes. Tal vez mi hijo tiene razón y me estoy volviendo hippie. “Imagine all the people”…
RECOMENDACIONES
Linda cerámica para comprar:
Donde mis maestros ceramistas: Lise Moller; Taller Villaseca y José Domingo Prado. También donde Ignacia Murtagh y Minka Inhouse.
Aprender cerámica:
Mi maestro, José Domingo Prado, está ofreciendo workshops iniciales de cinco clases. (jdpceramicas@gmail.com)
También en Taller Villaseca y Ceramicasgrof.
Dónde aprender todo tipo de manualidades:
En Casa de Oficios hay cursos cortos de bordado, serigrafía, quesos artesanales, panes, costura y todo lo imaginable. Un palacio acogedor para el mundo manual.
Instragrams inspiradores en el mundo handmade:
@elephantceramics;@storyofaseed; @arielealasko; @tortus_copenhagen; @sanae_sugimoto; @makoto_kagoshima; @sarapalomapottery; @dianafayt; @dahlhausart; @geninne @mirdinara; @nathalie_lete; y @sarahkbenning
Libros interesantes sobre creatividad y hacer a mano:
The New Artisans, Oliver Dupont y su segundo tomo, The New Artisans Encore!, Thames & Hudson.
Steal like an Artist, Austin Kleon, Workman Publishing Company.
Daybook, The Journal of an Artist, Anne Truitt, Simon and Shuster.
El artesano, Richard Sennett, Anagrama. En librerías.
Revistas sobre la vida simple y manual:
Taproot: Norteamericana. Vida en el campo, manualidades, cocina orgánica.
Flow: Holandesa con versión en inglés. Ilustración a mil.
Uppercase: Canadiense. Diseño, ilustración, hecho a mano.
Contacto:Milena actualmente tiene un sitio web en construcción (milenavodanovic.cl), donde próximamente venderá su trabajo.
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