
El mérito, antídoto contra la mediocridad
La ensayista francesa Sophie Coignard (La tiranía de la mediocridad, Deusto, 2024), advierte que renunciar al mérito no genera justicia, sino estancamiento, y que defender la exigencia y el esfuerzo es hoy un acto de “esperanza democrática”.
En una época que parece preferir el confort del conformismo a la incomodidad del empeño, hablar de mérito suena casi provocador. Pero, sobre el respecto, la autora recuerda una verdad elemental: cuando una sociedad deja de premiar el talento y el trabajo, abre la puerta a la corrupción, el clientelismo y la pérdida de excelencia. La mediocridad no solo es un problema moral, sino también político y económico.
La “nivelación hacia abajo” ha debilitado instituciones que antes eran ejemplo de rigor: universidades, liceos, escuelas y diversos servicios públicos han reemplazado la competencia por la conveniencia. La obsesión por no excluir ha terminado por excluir la excelencia. En nombre de una igualdad de resultados, se desdibuja la igualdad de oportunidades; cuando el afán noble se hace inútil, el mérito deja de ser promesa de movilidad social y se convierte en ímpetu frustrado.
Entre los enemigos del mérito, Coignard identifica tres fuerzas que actualmente erosionan la cultura del esfuerzo: la ideología “woke”, que a veces confunde justicia con victimismo; el paternalismo igualitarista, que rebaja estándares por temor a la desigualdad; y las élites culturales que monopolizan la definición misma de talento. El resultado es una sociedad que teme exigir, porque hacerlo incomoda.
Pero “la tiranía de la mediocridad” no debe inmovilizarnos en un interminable lamento nostálgico. La autora propone procurar un “mérito bien templado”: uno que combine justicia con exigencia, excelencia con inclusión. El mérito, bien entendido, no excluye a nadie: amplía horizontes. En este ánimo, el Estado debe garantizar igualdad real de oportunidades, colaborar a educar bien desde la base y, en lo posible, velar por que el ahínco sea recompensado justamente.
También en Chile enfrentamos la disyuntiva entre inclusión y excelencia, entre “abrir espacios” y mantener estándares. Defender el mérito no significa volver al elitismo, sino impedir que la mediocridad se institucionalice. En educación, en el servicio público y en la empresa, premiar el esfuerzo es una forma de respeto al ciudadano, de fundamento para el desarrollo y de confianza en la libertad.
La defensa del mérito es, en última instancia, una defensa de la dignidad humana. Significa creer que cada persona puede mejorar y que el reconocimiento al trabajo bien hecho fortalece el tejido social. Implica la convicción de que las capacidades, la dedicación y la responsabilidad personal siguen siendo motores legítimos de progreso. En tiempos de eslóganes fáciles y exigencias mínimas, reivindicarlo no es “conservadurismo”, sino coraje cívico.
Por Álvaro Pezoa, director Centro Ética y Sostenibilidad Empresarial, ESE Business School, U. de Los Andes
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