Libertad para morir

Imagen referencial.
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¿Por qué el Estado tiene que meterse en una decisión tan personal como es el suicidio? ¿Este acto no es acaso la posibilidad extrema de nuestra libertad, de nuestra autonomía? ¿Con qué derecho el Estado le niega a una persona esta posibilidad, que es constitutiva de la vida humana? El suicidio asistido debiera en primer lugar buscar igualar la cancha, entregando a personas con impedimento físico la posibilidad de acabar con sus vidas. Este es un derecho básico que no responde a la compasión, si no que se deriva de la condición de libre de las personas. Dado que la actual legislación no penaliza el suicidio ni el intento de suicidio, entonces también debiera permitir que quienes requieren ayuda de terceros para suicidarse puedan hacerlo.

Seguramente habrá personas que por su fe se oponen al suicidio per se, de ahí que tampoco estarán de acuerdo con la eutanasia. La discusión valórica sobre el suicidio es de suyo interesante, pero en materias como estas no existen verdades absolutas. Camus dice que "el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio. Juzgar si la vida es o no digna de vivir es la respuesta fundamental a la suma de preguntas filosóficas". Difícilmente la respuesta a esta pregunta surja del seno de nuestro Congreso. Dado que vivimos en un país con Estado laico, sería bueno que los conflictos con Dios los dejemos para el ámbito personal, lejos de los asuntos del Estado, y entreguemos a cada persona la responsabilidad de responder esta pregunta.

Ahora bien, como el suicidio asistido es un homicidio, resulta clave determinar de forma rigurosa y precisa las condiciones que se deben cumplir para su despenalización, de manera de asegurar que la muerte es consecuencia de la decisión libre y consciente del difunto; no vaya a ser que algunos quieran pasar por suicidio asistido lo que en realidad es un homicidio a secas. Y es aquí cuando empiezan a surgir las dificultades. ¿Debemos simplemente despenalizar el homicidio en caso de suicidio asistido o vamos a entregar sólo al Estado o a instituciones acreditadas la responsabilidad de acabar con las vidas de quienes cumpliendo con los requisitos así lo exigen? En el primer caso se trataría de un asunto privado y la persona sería responsable de encontrar a alguien que lo ayude a suicidarse. En el segundo, por el contrario, sería un asunto público, de ahí la intervención del Estado y la responsabilidad de éste por asegurar que la persona cumpla su deseo de morir. Pero, ¿tenemos derecho a exigir al Estado o a un tercero que acabe con nuestras vidas? No es en absoluto evidente, que de la despenalización de la asistencia al suicidio se desprenda un derecho a exigir a otros matar.

Hasta acá sólo hemos hablado del suicidio asistido para quienes por impedimento físico no pueden hacerlo. Pero ¿qué ocurre con los niños? ¿Les vamos a dar también a ellos esta posibilidad o vamos a restringirla sólo para casos extremos? ¿Requieren de la autorización de sus padres o podrán tomarla de forma autónoma? Y quienes tienen la posibilidad de suicidarse por sus propios medios, como muchos enfermos terminales, ¿vamos a darles a ellos también la posibilidad del suicidio asistido? En el Congreso hemos hablado de personas con enfermedades terminales, que padecen mucho dolor, pero, ¿qué ocurre con las enfermedades mentales, que también son incurables y provocan un sufrimiento a veces insoportable? ¿Tienen ellos la posibilidad de pedir auxilio a terceros para acabar con sus vidas o deben hacerlo con sus propias manos?

La eutanasia nos enfrenta a preguntas difíciles, que probablemente no tengan respuestas, más allá de la que cada persona en cada circunstancia pueda encontrar. De ahí que este debate deba hacerse con respeto y sobre todo poniendo en el centro a quienes sufren de manera insoportable. Nos guste o no, la decisión de seguir viviendo o no es siempre nuestra, de lo que se trata es de respetar esta autonomía.

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