Opinión

¿Quiénes somos?

24 Mayo 2024 Vistas de la ciudad de Santiago, Sanhattan, edificios, departamentos, cordillera nevada, panoramicas. Turismo, Turistas Foto: Andres Perez Andres Perez

¿De qué puede hablar una columna a pocas horas de una elección presidencial y parlamentaria? ¿Qué puede interesar en un fin de semana donde toda la atención está puesta, especialmente, en los resultados de la disputa por el Poder Ejecutivo? No hay coyuntura que pueda competir.

Por eso, devolver la vista atrás y tratar de entender quiénes somos los chilenos, a qué le tememos, cómo nuestra geografía impacta en nuestra idiosincrasia, puede ser una reflexión que vale la pena hacer en este día previo. Un ejercicio humilde y sintético, por supuesto, considerando el limitado espacio de una columna.

Parto citando a Ricardo Astaburuaga Echenique, autor de Morfología de Chile y sus ciudades, un ingeniero agrónomo que se convirtió en uno de los pilares del proyecto refundacional de la Escuela de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Chile en 1974, según me explica Juan José Ugarte, ex director de esa carrera y ex Decano de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos de la PUC.

“Trabajé con él haciendo el Taller de Investigación sobre el concepto que él llamaba Fisiognómica, es decir, la síntesis entre geografía del territorio y su forma de la ocupación humana”, cuenta Juan José. En el capítulo “Una geología viviente”, Ricardo Astaburuaga anota que “sí, es una geología que el chileno conlleva en su cuerpo y en su alma durante toda su existencia. Está presente como un reino subterráneo que cada cierto tiempo lo estremece y lo hace dudar de todo. Y saber que la vida es transitoria, que basta un instante para que todo termine y se haga polvo a su vista y presencia. Los temblores y terremotos son la expresión externa de un caminar continuo hacia el cambio y la transformación”.

Esta frase viene antecedida por el poema “Cordillera” de Gabriela Mistral, donde la poetisa se refiere explícitamente a nuestras fantasías geológicas en frases como “es la Patrona Blanca que da el temor y el denuedo” o “yo jugaría con ella con susto, pero riendo, más ella está encocorada y nunca, nunca baja a vernos”.

Astaburuaga continúa la idea diciendo que “nuestro país geográfico nos expresa, nos habla y nos da prueba de ese sentir interno, que agobia a muchos, especialmente a aquellos que quieren la quietud, lo incierto, para usarlo interminablemente”. Y remata así: “Hemos considerado que esta transitoriedad morfológica tiene carácter de signo permanente del vivir chileno”.

Conocí el pensamiento de Astaburuaga a través del cronista Miguel Laborde, a quien cito habitualmente, en especial por uno de sus libros titulado Santiago, Región Capital de Chile. Una invitación al conocimiento del espacio propio. Voy a volver a robarle una frase que ya he escrito en este espacio, pero que es tan poderosa, tan precisa, que se hace necesario abusar de ese texto.

Dice Laborde que “el brutal desnivel de seis mil metros entre cordillera y mar nos deja atónitos, en medio de un choque geológico. Habitantes de un valle tajeado y erosionado por la montaña y sus ríos, somos casi un obstáculo. Pisamos sobre cuatrocientos metros de relleno, arriba y muy lejos de la roca madre, del piso originario que quedó cubierto allá abajo hace millones de años. Alguna vez el océano golpeó incesante los cerros del Arrayán, nuestro valle era submarino. Por suerte fue cubierto por las erupciones, una y otra vez. Así el agua pudo reptar más alto, sortear la cordillera de la costa, llegar al mar. Si no, habría quedado el llano del Mapocho transformado en un gran lago. Casi fuimos fondos de mar, casi fondo de lago. Habitamos en el reino de lo transitorio, de lo provisorio”. Tremendo, ¿no?

Son nuestros cronistas, historiadores, poetas, filósofos, escultores, a veces los ingenieros, quienes tienen respuestas para entender la esencia de nuestra chilenidad, de nuestra forma de ser, de los miedos y angustias que nos constituyen. Chile fue Capitanía General, no Virreinato. Gran parte del presupuesto de la conquista española se fue en pelear con nuestros fieros pueblos originarios, lo que descartó el desarrollo de grandes obras de arquitectura.

“Pedro de Valdivia soñó con ciudades que tuvieran majestad, pero el medio no se lo permitió: ¿no era todo Chile un territorio de borde, de frontera, sin valor en sí, mantenido por los españoles para atajar a piratas ingleses, franceses, y holandeses de las riquezas del Perú? ¿No es una especie de muro con foso como dijo alguien? El chileno vivirá en prácticas ciudades -fuertes defensivas, en estado de alerta, durmiendo con un ojo abierto ante la amenaza siempre latente de un ataque indígena precedido por escalofriantes aullidos. Puertas adentro”, explica Miguel Laborde.

Sin todo ese inmenso gasto destinado a la guerra con el pueblo mapuche, el país habría estado entre los más opulentos, escribió el padre Alonso de Ovalle. La Guerra de Arauco consumió el 40% de los recursos públicos, a lo que hay que sumar los ataques de corsarios y piratas, así como los destructivos terremotos de 1647 y 1730.

“Se acostumbró la ciudad, nos acostumbramos todos, a reconstruir, partir de nuevo, soportar, aguantar, ir tirando”, dice Laborde. “Chile o la voluntad del ser” es una tremenda frase de Gabriela Mistral, que está en el mismo texto en el que escribe que “Nació hacia el extremo sudoeste de la América una nación obscura, que su propio descubridor, don Diego de Almagro, abandonó apenas ojeada, por lejana de los centros coloniales y por recia de domar, tanto como por pobre”. A este país se vino a trabajar, no a recoger prebendas, anota Miguel Laborde.

En su libro El Mito del Reyno de Chile, Marcelo Somarriva bucea en profundidad en nuestros relatos fundacionales, y desarrolla un notable ensayo acerca de cómo ha coexistido una versión paradisíaca de Chile, con evidentes objetivos subyacentes, junto a las visiones más pesimistas que retratan pobreza, calamidades naturales y los conflictos constantes en nuestro territorio.

“El historiador Mauricio Onetto afirma que esta visión paradisíaca del Reyno de Chile fue una forma de compensación ante una versión catastrófica que se construyó a partir de la evidencia de los desastres naturales”, escribe Somarriva.

“Primero necesitó el hombre encontrar su lugar. A falta de arraigo y pertenencia se identificó con el héroe del no lugar: el patiperro. A falta de centro se identificó con el margen, la periferia: el derrotado. A falta de grandeza en la mirada renunció al monumento, a la amplia perspectiva, se refugió en lo opuesto: el rincón. Chileno: patiperro, derrotado, arrinconado” escribe Laborde, y cita como ejemplos concretos a libros como El roto (1920), El Ñato Eloy (1957), Vidas mínimas (1923), Juana Lucero (1902) y La viuda del conventillo (1930).

¿Quiénes somos? ¿Cómo nos marca la geografía en la que habitamos? ¿Cuánto puede marcar la historia de sismos, erupciones volcánicas y siglos de conflicto en la forma de ser de un chileno? ¿Seguimos llevando adentro un ser arrinconado y que vive en el reino de lo provisorio? Son muchas preguntas. Y parte de esas respuestas están. Leer a Astaburuaga, Laborde y Somarriva es una buena forma de comenzar a encontrarlas.

Por Rodrigo Guendelman, conductor de Santiago Adicto de Radio Duna.

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