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Y usted, ¿de qué color cree que era el caballo blanco de Napoleón?

La retirada de Napoleón de Rusia, óleo de Adolph Northen

La pregunta surgió en los salones literarios parisinos del siglo XIX. Los historiadores y profesores la usaban para desafiar la obediencia automática con la que se enseñaba la figura del emperador. Era una sátira de la falta de pensamiento crítico y de la incapacidad para decir lo evidente cuando está frente a los ojos. Tal como ocurrió aquel verano de 1812, cuando se inició la invasión de Rusia por el ejército de Napoleón.

Convencido de que sería una campaña breve, casi quirúrgica, diseñada para doblegar al zar Alejandro I, Napoleón no escuchó todas las advertencias, incluida la de su embajador en San Petersburgo, Armand de Caulaincourt. Este le había repetido una y otra vez que Rusia no era Europa; que la geografía, las distancias y el clima serían enemigos más serios que cualquier ejército. Pero Napoleón replicaba con seguridad: “Será rápido, Caulaincourt. En seis semanas estaremos en Moscú”.

Con un ejército de más de 600 mil hombres, inició la marcha hacia Rusia. Miles de soldados morían en el camino por falta de enseres y por el sofocante calor, sin haber visto al enemigo. Aun así, Napoleón insistía: “Esto será rápido”.

Mientras tanto, el zar Alejandro I entendió desde el primer minuto que enfrentar frontalmente al emperador sería suicida. Rusia jamás entregaría la batalla decisiva que Napoleón buscaba. Recurrió entonces a una táctica ancestral: retroceder y esperar. Cada avance francés encontraba ciudades vacías, no había gloria en sus conquistas. Y cuando Napoleón por fin llegó a Moscú, la ciudad estaba desierta. Y esa misma noche, el fuego provocado por sus habitantes arrasó toda la ciudad.

Napoleón esperó un mes, pero nadie llegó a negociar. Y cuando finalmente se inició la retirada, ya era demasiado tarde. El invierno cayó con una violencia implacable. Lo que había partido como una campaña épica se transformó en un infierno blanco. El frío mataba más que cualquier fusil ruso. Napoleón cruzó de vuelta a Francia con apenas 100 mil de los 600 mil hombres que habían iniciado la invasión de Rusia.

Terminó siendo una tragedia humana causada por una promesa imposible, por advertencias ignoradas y por un exceso de confianza tan grande como el territorio que pretendía conquistar. Aquellas “seis semanas” se convirtieron en seis meses de desastre. Dos años más tarde, el progreso se desplomó, el imperio colapsó y Napoleón abdicó.

El eco de aquella campaña fallida no pertenece solo al pasado; su enseñanza aún resuena. Cuando el Estado promete más de lo que puede cumplir, ignorando las advertencias técnicas o bien las implementa de manera torcida, las conquistas (el progreso) no llegan. Mientras tanto, la sabiduría ciudadana aplica la vieja estrategia rusa: retroceder y esperar. Así se comienza a abrir una fisura entre la ciudadanía y el Estado, que el tiempo se encarga de agrandar. Y cuando finalmente llega la hora de cerrar las fisuras, aparece el invierno ruso que se encarga de profundizarlas. Es ahí donde el progreso económico y social se convierte en un imposible.

Las historias no se repiten, pero riman. Tenemos la obligación de resolver nuestras urgencias, así como de aprovechar con realismo las tremendas oportunidades que nos ofrece Chile. Pero esta historia nos enseña que no debemos embarcarnos en promesas sociales y económicas que no podremos cumplir.

El problema es que cuando las promesas y la realidad se contradicen de forma reiterada, el daño se vuelve cada vez mayor hasta llegar a ser irreparable. Y las oportunidades de retomar el progreso se convierten en una misión imposible.

Si este relato no logró convencerlo, entonces le respondo a la pregunta inicial: el caballo de Napoleón era blanco.

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