Revista Que Pasa

La generala

<p>Jacqueline Van Rysselberghe hoy es la mujer más poderosa de la VIII Región. Vehemente y confrontacional, se erigió como caudillo en una ciudad que históricamente fue territorio comanche para la derecha. ¿Cómo se fraguó su carrera política? ¿Cuál es su estilo?</p>

Al menos ahora, en este día y en esta reunión. Jacqueline van Rysselberghe está aguantando y sin darse la molestia de esconderlo. Agita los pies debajo de la mesa, se tapa la cara con sus manos y, de tanto en tanto, bosteza. La mesa es grande y está rodeada en su mayoría de hombres. Jacqueline, ese mediodía del lunes 8 de marzo, en esa sala de reuniones del edificio de la Universidad Católica de la Santísima Concepción, no se siente cómoda.

A su derecha, se escucha una voz masculina que lee un documento con cadencia soporífera.

-La situación habitacional es tremendamente preocupante-, dice.

Jacqueline suspira.

-Si con dos puentes teníamos problemas, con sólo tres cuartas partes de uno no sé qué haremos-, agrega.

Jacqueline bosteza de nuevo.

El que hablaba era el intendente de la VIII Región, Jaime Tohá. Él representa todo lo que Jacqueline van Rysselberghe no quiere ser: pausado, mayor y socialista. Ella ostensiblemente -sin pudor- hacía ver su incomodidad por el ritmo de la reunión. Quería hablar de una vez con los miembros de los sindicatos -que también estaban sentados en esa mesa- y salir.

Sucede que hay pocas cosas que puedan desesperarla tanto como la lentitud y el protocolo. Jacqueline van Rysselberghe no es la misma cuando se encuentra fuera de sus dominios.

El clan

La épica familiar de los Van Rysselberghe corre como una suerte de leyenda colectiva en la historia de Concepción. Pero de toda la estirpe es el abuelo de Jacqueline, Enrique van Rysselberghe Martínez, el que se ubica como la figura totémica. Porque fue alcalde de Concepción durante la década del sesenta y también, años más tarde, cuando lo designó Pinochet. Era un tipo duro, con una espalda enorme, que incluso llegó a sacar plata de su propio bolsillo cuando faltaba en la municipalidad. Por esa figura y por su previo trabajo como director de Obras, fue bautizado por un periodista local como "El Realizador".

El linaje continuó con su padre, Enrique van Rysselberghe Varela, que también fue alcalde de Concepción y diputado por el Distrito 44.

Jacqueline creció en un terreno grande, junto a sus primos, en las afueras de Concepción. Como la nieta mayor de un abuelo que era el jefe patriarcal, al que subía a ponerle los calcetines antes de irse al jardín. Pero de esa infancia, Jacqueline van Rysselberghe también recuerda otras cosas. Como cuando sus padres la llevaron a la parcela que tenía su abuela paterna, para que viera cómo los de la Unidad Popular le expropiaban esa tierra a su familia. Jacqueline, que en febrero cumplió 45, no deber haber tenido más de ocho años en ese momento. Pero esa imagen, con gente que entraba y salía de su casa, arrancando todo y gritando, al punto de ni siquiera dejar los soquetes, no la olvidaría. Tampoco olvidaría la rabia que acumuló por dentro.

Por esos días era una niña que había entrado a la enseñanza básica con cuatro años en vez de seis, porque esos eran los requisitos en su colegio, la Alianza Francesa. Era muy tímida. No se atrevía a disertar frente a su curso. En ese plantel, donde los profesores provenían de Francia, no era raro que un docente tratara de tarado a un alumno lento. Ahí, ella fue cultivando un humor que por su ironía a veces roza el sarcasmo.

Bienvenida a la política

Jacqueline van Rysselberghe no puede caminar tranquila por Concepción.

-¡Señora Jacqui, señora Jacqui!-, le gritan.

Si pasa frente a una sucursal del BancoEstado, donde hay una fila que da vuelta a la cuadra, dos tipos le preguntan "por qué los frescos ésos se están demorando tanto en atender". Si para en una esquina porque hay un semáforo en rojo, una señora chica y anciana, se le acerca y la abraza y le dice "gracias por todo y suerte en la intendencia".

Jacqueline van Rysselberghe, que ganó su tercera elección municipal consecutiva en 2008 con el 63,47%, sonríe cada vez que la llaman, posa para fotos y cada vez que alguien se le acerca, procura tener algún contacto físico. El mecanismo del éxito, visto desde la distancia, pareciera restringirse a un beso en la mejilla, a mirar siempre a los ojos, a escuchar todo lo que se necesita y a siempre sujetarle las manos a la otra persona.

Rodrigo Díaz, un concejal de la DC que fue vecino de ella durante su infancia, dice que eso viene de su formación médica. Que como doctora, aprendió "a no hacerle el quite al tacto". Y eso, en Concepción funciona. Porque después del terremoto, en plena calle o plaza, la gente se le acerca a la alcaldesa como quien va a consultar con un especialista.

Lo curioso es que nunca sintió un profundo llamado por la medicina.

Cuando llegó a la alcaldía implementó el uso de unos chalecos de polar amarillos, que hicieron que su equipo fuera conocido como las "chaquetas amarillas". Y a ella la llamaban la abeja reina.

Después de egresar de enseñanza media con un 6,2, entró a estudiar a la Universidad de Concepción donde se tituló como psiquiatra. Antes de ese minuto, nunca se había acercado a la política. Trataba -y sigue tratando- de evitar a la gente "densa, discursiva y exageradamente intelectual". En la universidad se topó con un ambiente extraño para ella. Había paros, tomas y líderes estudiantiles como Alejandro Navarro -actual senador- que marcaban el pulso de la política universitaria.

Jacqueline era nadie en ese contexto. Pero claro, estaba su apellido. Un apellido que la arrastraría hacia la política. Primero, organizando las re-tomas para que no se siguieran suspendiendo las clases y luego involucrándose en una lista gremialista para las elecciones del centro de alumnos. El problema es que ella no se veía como una política. No declamaba, no tenía grandes opiniones sobre los rectores designados y no sabía hablar bien en público. Eso lo sintió cuando en un foro apareció acompañando al presidente de su lista, y todas las preguntas fueron a ella. Sin embargo, su cuota galopante de obsesión la llevó a escribir sus discursos, aprenderlos de memoria, recitarlos mientras los grababa y repetir el ejercicio hasta lograr un tono e intención que le parecieran convincentes.

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