Editorial

La pertinencia de acortar el período de transición

Cuando un gobierno es derrotado y el país ha optado por una nueva mayoría política, cabe preguntarse hasta dónde tiene sentido mantener transiciones tan extensas como en el caso de Chile, donde lo esperable es que se empantane el proceso legislativo.

Dragomir Yankovic/Aton Chile DRAGOMIR YANKOVIC/ATON CHILE

Los recientes comicios presidenciales y parlamentarios constituyeron un duro golpe para el gobierno, no solo porque la candidata única del oficialismo, Jeannette Jara, obtuvo una votación por debajo de lo esperado y apenas separada por casi tres puntos de su contendor del Partido Republicano José Antonio Kast -la suma de los votos de las llamadas tres derechas alcanzó el 50,32%-, sino porque además es un hecho que los resultados en la Cámara de Diputados tampoco le han resultado favorables al oficialismo: ahora serán los republicanos y nacional libertarios los que constituirán el eje de la Cámara, en tanto que el conjunto de fuerzas de oposición quedará a solo un par de votos de la mayoría simple, y si bien en el Senado han conseguido un empate, este descansa sobre bases frágiles.

En ese contexto, resulta evidente que el gobierno del Presidente Gabriel Boric ha quedado políticamente muy debilitado, pero aun así la vocera de gobierno ha ratificado que el Ejecutivo está empeñado en impulsar una ambiciosa agenda legislativa en lo que resta de esta administración, con algunas iniciativas tan emblemáticas para el gobierno como el fin al CAE y la instauración de un nuevo sistema de financiamiento para la educación superior (FES), proyecto que de momento está lejos de despertar consenso; continúa pendiente saber si se insistirá en iniciativas como el aborto libre u otros de la llamada agenda valórica.

Al margen de si tiene sentido empeñarse en una agenda que a estas alturas políticamente parece impracticable, el caso permite ilustrar el problema de cómo tras las elecciones generales un gobierno de salida administra un país, sobre todo cuando como en este caso se ha producido un notorio cambio de signo político y de rechazo a la actual administración. La pérdida de la mayoría política en la recta final de un gobierno ha sido por lo demás la tónica de los últimos 15 años en Chile, pues ningún gobierno ha logrado desde entonces reelegir a alguien de su mismo signo, pasando la posta a la oposición.

Es claro que en esos meses que restan de gobierno no hay piso para tramitar reformas de gran calado, e incluso resulta hasta cierto punto extraño que un Congreso que ya no refleja las nuevas correlaciones de fuerzas políticas en el país sea el que siga dirimiendo cuestiones de envergadura que trascenderán el largo plazo. Una excepción fue la Pensión Mínima Garantizada (PGU), que se aprobó a fines de enero de 2022, restando menos de un mes y medio para que concluyera el segundo gobierno del Presidente Sebastián Piñera, pero ello fue posible porque se había alcanzado un alto consenso previo.

A la luz de estas consideraciones resulta pertinente examinar si tiene sentido mantener el prolongado período de transición que contempla nuestra institucionalidad. Desde que se dirime la Presidencia, a mediados de diciembre, hasta que asume el nuevo gobierno el 11 de marzo, transcurren cerca de tres meses, un tiempo que resulta definitivamente excesivo y que no tiene sentido mantener, especialmente en este caso, porque el país ya ha optado por una nueva mayoría política.

De allí que lo razonable es apostar por transiciones breves, para lo cual basta mirar la experiencia de algunos países de la región como Argentina o Bolivia, donde los nuevos gobiernos asumen en alrededor de 20 días, o Colombia, en que la transición puede extenderse alrededor de 40 días. En democracias desarrolladas como Francia, el cambio de gobierno puede fluctuar entre 20 y poco más de 30 días, demostrando que no hay razón que justifique tomarse los cerca de 80 días que tarda en Chile. Este plazo incluso supera lo que fue la costumbre en gobiernos de mediados del siglo XX, donde la transición se prolongaba por cerca de dos meses.

En ese orden de cosas, nuestro país debería proponerse como meta transiciones más cortas, lo cual no solo ayudaría a evitar que gobiernos que ya han caído en lo que se conoce como el “pato cojo” se empeñen en mantener agendas sin piso político, tomando en cuenta además que parte de este período coincide con el feriado legislativo de febrero.

Un cambio de este tipo, que permitiría una mejora en nuestros procesos institucionales, debería ser acompañado por otras modificaciones que se han propuesto en estas mismas páginas, como la pertinencia de adelantar la fecha de las elecciones generales con el fin de evitar que la discusión de la Ley de Presupuestos se pueda ver contaminada por el ciclo electoral, tal como ha ocurrido en esta oportunidad, donde la oposición acusa al gobierno de haber diseñado una propuesta con el fin de afectar al siguiente gobierno, que previsiblemente será de signo contrario al actual. Esa debería ser una iniciativa legislativa donde las autoridades entrantes tengan un rol mucho más determinante, y que se podría hacer en este período de transición más acotada.

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