LT Domingo

Columna de Paula Escobar: Los mercaderes del miedo y la rabia

VIÑA DEL MAR: Queman autos fuera del Hotel O´Higgins

Post 18/O se ha repetido mucho que necesitamos un líder transversal y convocante, “un Mandela”, para superar la polarización y la crisis. Pero ese superhéroe (o heroína), que nos salvará mágicamente, ya no apareció. Salvo excepciones puntuales de personas que han tenido el coraje de estar a la altura de sus convicciones, lo que más se ha visto son distintas versiones y grados de liderazgos fallidos: los paralizados, los iracundos y los sembradores de pánico.

Los primeros han estado confundidos, inconsistentes o extrañamente callados, tan aterrados de los juicios de los más jóvenes y de Twitter, que ni sus propios pensamientos han podido enarbolar, en un ir y venir entre tácticas y estrategias que no duran a veces ni una semana. No dicen lo que piensan quizás porque ya ni siquiera lo saben.

Peor que ellos se han comportado los líderes más estridentes, de discursos intensos y arcaicos. Unos son los sembradores de pánico, partidarios del statu quo, que solo quieren echarle una mano de gato al sistema para que nada cambie en realidad. Desde hace décadas usan su arma más gastada: el miedo. Como si hubiéramos retrocedido a los 80, vaticinan catástrofes y descalabros, para plantear a continuación la que, según ellos, es la única solución posible: echar marcha atrás a aquello acordado la histórica madrugada del 15 de noviembre.

Su predicamento es que esta “debacle” debe ser amortiguada por los “sensatos” que supuestamente conocen el ritmo correcto para hacer las reformas. Lo que omiten es que son los mismos que en toda o buena parte de su trayectoria política han jugado a paralizar todo cambio, desde la ley de divorcio hasta el fin del binominal. Hoy aplauden de pie la declaración de más de 200 exconcertacionistas llamando a un acuerdo, pero no se hacen cargo de que son ellos los padres de la teoría del “desalojo” de la Concertación, a la que con tantas ganas denostaron y ahora quieren resucitar.

Estos días, los promotores del miedo ya han perdido todo pudor e intentan posicionar como símbolos de la opción “apruebo” a los encapuchados y/o a la “primera línea”, lo cual no resiste análisis: esos grupos que persisten en la violencia en las calles desconfían acaso tanto como ellos del cambio institucional que puede proveer una nueva Constitución surgida en democracia. ¿O alguien seriamente cree que el encapuchado que quemó y botó un auto en Viña del Mar mientras se sacaba una selfie va a estar el 26 de abril haciendo fila para ir a votar?

En las supuestas antípodas de los sembradores del pánico están los mercaderes de la rabia, que echan bencina a las frustraciones y dolores de las personas, sin ofrecer maneras constructivas de canalizarlos. Justifican -activa o pasivamente- la violencia como parte inevitable de todo proceso de cambio. Así, hacen de sus palabras y declaraciones una invitación a destruir el sistema, las instituciones y la convivencia democrática.

No les interesa que sus adherentes transiten de la rabia primitiva a lo que la filósofa Martha Nussbaum denomina rabia transicional o rabia racional. Mientras la primera quiere que el que “hace el daño, sufra” y “aplastar al perpetrador o al sistema”, la rabia racional se enfoca no en combatir personas, sino los malos actos que esas personas han producido, busca la rectificación de aquellos actos de un modo que promueva el bien social. Pareciera, incluso, que les conviene la mantención de esa rabia primitiva y decontenida, aun cuando les haga el juego perfecto a sus supuestos rivales.

Sembrar el terror y la ira al 26 de abril activando los traumas históricos de los chilenos es no honrar la democracia que tanto nos costó recuperar. Lograr cambios a través de un lápiz y un papel no puede ser visto como una amenaza ni como un acto inútil; no en este país que derrotó así una dictadura.

Ese 5 de octubre del 88 los chilenos mostramos que los procesos históricos son triunfos y derrotas no de unos pocos líderes, sino de un enorme grupo de personas que, por acción u omisión, deciden los rumbos de su país. De eso se trata la democracia. Más que seguir buscando un o una líder que nos salve, lo que cada cual debe hacer es intentar salir de su propia trinchera y primitivismo, pensar por sí mismo y volver a debatir sin considerar al otro un enemigo. Y hay que aprender, de nuevo, a convivir.

Ese es el liderazgo responsable y sin estridencias que demandan los tiempos que corren, tanto de los dirigentes como de las y los ciudadanos.

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